Una buena parte de mi vida la consumí entrometiéndome a los agujeros, ergástulas, antros o como se les nombre a esos hoyos purulentos en los que uno podía encontrarse y disfrutar una rocola heterodoxa, tragos baratos, horario ilimitado, seres cavernosos, hallazgos estéticos, e incluso sexo ordinario en vivo. ¿Qué buscaba allí, en el vientre de esos cadáveres llenos de vida? Trataba de echarle una ojeada al subterfugio vital, a los bajos fondos —que tan bien conocía Sergio González Rodríguez— de donde, según yo, provenía la raíz de todas las cosas vivas: la gravedad que se impone a todos los cuerpos, la atracción inevitable, el polvo y la piedra, el fuego y el destino, es decir, la muerte misma. Por ello insisto en el hecho de que uno, durante la vida, se pasea alrededor de su tumba antes de que alguien le dé un empujoncito sorpresa. Cuando más sano te encuentras la sorpresa es mayor, por ello uno tendría que cargar en los bolsillos con algunos mínimos malestares, y a toda hora hacerse acompañar de un par de enfermedades con las cuales conversar, pelear y mantenerse alerta. La salud, ese silencio aterrador, me causa tal desasosiego que ni siquiera me permite conciliar el sueño. A la cama debe ir uno de la mano de algún dolor, enfermedad o agobio —no me refiero a las parejas matrimoniales, que son una pesadilla tanto en posición horizontal como en vertical—, si no quiere despertarse con la noticia inesperada de la vejez, el deterioro o la metástasis.
¿A qué iba yo a esos lugares en apariencia inhóspitos? A aprender a pelear, claro, a observar el zoológico en toda su riqueza y miseria, a acostumbrarme al tibio fango del vientre humano. De ninguna forma deseaba asistir al restaurante de moda, o al bar de vanguardia, ni mucho menos a un sitio exclusivo donde se reunían las elites rebosantes de éxito y de vulgaridad. No me ha ido mal en estos lares, a excepción de una nariz rota, una camisa destrozada en una reyerta y el extravío de tres decenas de lentes oscuros que en aquellos finales del siglo gustaba llevar conmigo. Los lentes oscuros son fundamentales para que no te miren a los ojos y sepan que los detestas o lo que en verdad piensas de quienes te ven a la luz de sus ojos desnudos. Mi amigo, Kyzza Terrazas, me reprochaba usar lentes oscuros y parecer más patán o gañán de lo que ya era. Hice caso de su consejo durante un tiempo, pero después volví a los lentes hasta que ya no pude sufragar el gasto de extraviarlos y utilicé una gorra para cubrir mis ojos con la sombra y cuerpo de la visera, como un maldito Peaky Blinder. Hoy compro gafas de cien o doscientos pesos como máximo, y además espero que se extravíen cuanto antes. Peleas tuve muchas, pero no perdí ninguna —excepto aquella en el Bull Penn donde me destruyeron la nariz cuando estaba en el suelo y donde un amigo escritor y buen cronista —entonces muy joven— se hallaba presente, Adrián Román, quien acaba ahora de publicar Pinche paleta payaso (crónicas de un chilango) (Discos Cuchillo), en cuyas páginas el lector puede leer un par crónicas de su encuentro, amistad y charla con dos boxeadores de mucho respeto, El Púas Olivares, y Ricardo El Finito López (“campeón invicto” como reza el guante que me obsequió alguna vez), este último un caballero y un amante de la literatura y grato conversador. De los bajos fondos, del subsuelo, se extrae también conocimiento y sabiduría elemental. No necesariamente tiene uno que encarnar en un dandy romántico, a la manera de Baudelaire, quien consumió opio, éter, se mudó de departamentos como de ropa interior, y se intentó suicidar a los 24 años. Es más bien, al que yo me refiero, un impulso a contracorriente, una rebeldía de la intensidad de Thoreau, un estar en contra de la universalidad de los juicios, del éxito miserable, del sistema que te reduce a sardina enlatada, aludo a la holgazanería productiva contra la productividad sistemática. En la literatura de ficción contemporánea, buena parte de su mejor obra proviene del subsuelo, Serna, Zapata, Blanc, Herbert, Bruciaga, Servín, Iglesias, Nachón, Carlos Velázquez y muchos otros que tengo en mente, incluyendo a Luis Muñoz que escribió Por la noche blanca —novela que, por desgracia, pasó inadvertida y distinta al resto de su obra—. En el momento en que se publique esta columna tendría que estar yo regresando de Bogotá y preparándome para asistir a Mazatlán, a su tradicional feria del libro (Feliart), la cual fue suspendida debido a la ataraxia gubernamental del alcalde y, sobre todo, a la ambigüedad y resentimiento que ciertas personas —aun algunas de izquierda o progresistas— profesan ante la cultura. ¿Y cómo van a hacer progresar a la población? ¿Con despensas efímeras y promesas fatuas? Los gobernantes —pensaba Stuart Mill— tienen la obligación de promover la inteligencia de sus gobernados. ¿Y cómo van a hacerlo? ¿Suspendiendo ferias del libro donde los escritores conversan con el público, discuten y transmiten conocimiento y estimulan la imaginación? ¿Cómo es posible —en el caso de Mazatlán— empresarios montaraces como el alcalde lleguen a postularse para cargos públicos tan importantes? No lo sé, ni quisiera especular. Pero si desean continuar cancelando espacios de conversación artística e intelectual, adelante, continúen haciendo negocios “redituables”; sin embargo, aquellos artistas que provienen de la cofradía del subsuelo —o no— y del impulso peleador de las letras no los van a dejar en paz y continuarán construyendo comunidad heterogénea, batalla real contra la testarudez humana, a partir del cultivo de la individualidad y de la lucha natural contra la banalidad de las decisiones gubernamentales.