No debería atreverme a firmar libros de mi autoría, pero creo que es una buena costumbre y que el simple hecho de que alguien adquiera un libro de ficción merece ser acompañado de los mejores tratos. La firma esgrimida por un poderoso o un hombre rico puede abrir puertas impenetrables para la gente común. La mía es individual y una especie de relación fugaz, aunque placentera, con otras personas, mas no abre semejantes puertas. Para transgredir camino tenemos el libro, siempre dispuesto a decepcionar o hacer saltar el ánimo, a ofender o a complacer, a servir como instrumento de vida, y también de muerte: suicidio de las pasiones, gimnasia de las virtudes más efímeras y mentirosas: sol y sombra, pues. La historia de una lectura ya ha sido lanzada al aire, sólo hay que aguardar a que la gravedad le dé una dirección y un sentido real. El estilo de una obra de ficción es la sangre y la temperatura, pero la firma es el perro extraviado que, de pronto, se orienta y llega a destiempo a una casa que quizás ya no es la suya. Yo me tomo mi tiempo para firmar, ver a los lectores a la cara y charlar, si es posible, un poco con ellos. Pasar de la abstracción pesada e imposible de sobrellevar, a las palabras concretas y espontáneas.
Estuve en la presentación de una novela hace algunos días, allí se congregaron los amigos que me conocen y aprecio (y también mis queridos muertos, quienes a estas alturas del partido pesan tanto como el vacío). En este encuentro recordé las palabras de Isaac Bashevis Singer respecto a que la biografía de un escritor son sus ficciones, y es su autobiografía la que deberíamos considerar una ficción. La mentira es lo que uno vive, y la verdad es lo falso. De esta manera, cuando se firma un libro se hace un guiño a la realidad, al libro y al lector: se inventa una “verdad”. No es trivial repetir que la verdad (de un hecho mental, de una creencia o metafísica) es un horizonte, un vacío, como sugirió Eugenio Trías. Y a lo más lejos que lograremos acercarnos es al horizonte de sucesos, como llaman los físicos a ese límite en el que la gravedad está a punto de hacernos desaparecer. Tiene mucho sentido firmar un libro puesto que se trata de la apostilla a una vida que puede verificarse a través de una novela (aunque, de hecho, yo preferiría no salir de casa y leer la biografía real de otros escritores, es decir sus obras). Las presentaciones literarias en las que participa el escritor tendrían que ser cotidianas, celebratorias, y siempre atentas a lo inesperado. El escritor no puede explicar su obra y sus disertaciones al respecto son patrañas —aunque puedan ser buenas patrañas— un poco más de literatura, y rodeo. ¿No les gustaría pasearse alrededor de su tumba? Respirar, llorar, sonreír y descansar en vida, antes de ser tragados por la gravedad, la mera verdad, el hoyo negro, el fin del horizonte. Cuando yo muera, el mundo (mi alrededor mental) se irá conmigo; es decir, el tiempo y el espacio desaparecerán para mí y dejarán de ser sustancia del yo. Ese yo es un parpadeo y agota el tiempo que alguna vez le perteneció a la eternidad, un tiempo al cual hoy los científicos le han puesto límite. El agnosticismo se presenta en mi pensamiento de manera muy natural (como la prostituta que durmió a tu lado y ya sabe donde están los vasos en la cocina); por ello no creo que Dios pueda ser objeto de disertación verbal (revisen el artículo que, sobre el agnosticismo, escribió mi amigo Arnoldo Kraus en EL UNIVERSAL hace tres semanas). David Hume lo ha expuesto con una asombrosa claridad y escritura. Dios no incumbe al entendimiento, aunque quizás sí a la intuición, al miedo o a la discordia mental. Cualquiera que se refiera a esta entidad a través del lenguaje intenta vender algo. Y tiene derecho, pues seguramente habrá quien le compre su mercancía. En su libro Borges oral, el escritor argentino recordó que tanto Williams James, como Miguel de Unamuno concebían a Dios como productor de inmortalidad. Así es, y yo diría que esa producción ha llegado a su fin en estos tiempos en que el libro vive sus últimas aventuras en el horizonte de las personas. La noción de inmortalidad ha perdido efecto y sentido, y ya no causa temor ni preocupación en las mentes vacías. Lo que vale es el sermón absurdo, tradicional y repetitivo que posee un fin comercial en todos sentidos.
Cuando se firman libros se hace sobre objetos que uno tiene en las manos y que otorgan realidad a lo vivido. Hace poco le dicté a mi Iphone un fragmento de Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes con el propósito de que lo transcribiera. ¿Y saben qué me devolvió el aparatito? Nada: basura incomprensible, jerigonza y garabatos. No quiero mentir, en verdad me alegré de jugarle esa broma a la atarantada inteligencia artificial.