A mi mesa ha llegado un desconocido, es inglés y ha sido invitado por un amigo que a su vez se ha presentado por casualidad. No hay destino: los encuentros fortuitos son accidentes; a veces piedras; a veces muerte y en ocasiones motivo de placer y alegría. El inglés entrometido habla, un tanto desbocado, en su lengua nativa y no se detiene a pensar en la incomodidad que puede causarme. No tengo grandes problemas para comprenderlo, sin embargo, sería más conveniente y en vías de una atmósfera menos inhóspita si cede en su velocidad y se expresa de una manera más sencilla y paciente. Su colonialismo lingüístico es ofensivo. Me abstengo de pedirle que modere su vehemencia pues lo que dice no me resulta interesante y prefiero dejar de ponerle atención. Lo que en realidad me incomoda es la desfachatez y ausencia de cortesía. Este hombre ignora que el mundo a su alrededor no le pertenece y que de manera invariable nos enfrentaremos con lo otro, lo extraño o lo diferente. Cuando camino en la calle al lado de una mujer o de una persona que avanza a otro paso no le impongo mi ritmo, sino que busco el equilibrio, ¿qué otra manera hay de avanzar al mismo tiempo y lograr la mínima coincidencia? Un fenómeno similar sucede con los juicios que uno va soltando por allí sin haber pensado lo suficiente. Se piensa con la lengua y se le abre fácilmente la puerta al ánimo de pontificar. “No me entiendan demasiado aprisa”, era la célebre sugerencia de Gide para exigir que se sopesaran con cuidado sus palabras. A Truman Capote le importaba en exceso lo que pensarían sus lectores una vez que él hubiera muerto. Deseaba mantener el diálogo desde la comodidad de su tumba. A ojos del escritor estadounidense los libros contenían un valor atemporal.

Para quienes creemos que el mundo termina una vez que dejamos de respirar, los juicios acerca de nuestra obra toman una mayor gravedad. Una opinión, sentencia o comentario proveniente de un imbécil lenguaraz o de uno que piensa con los pies y las rodillas y que, además, es incapaz de sostener dignamente sus anatemas puede resultar un fardo en la vida cotidiana. Cuánto disgusto o barullo causa un rumor o una opinión desbocada que encuentra eco y se dispersa como un virus que el afectado no puede contener. Hay que tener un talento especial para callarse y reflexionar antes de lanzar el disparate. El cuestionamiento es necesario para vivir y sufrir, para conocer y avanzar. Sin embargo, no hay forma alguna de contener el rumor o la lengua bruta entre el rebaño. Cuando un viejo Eugene Ionesco revisó el nuevo diccionario de la literatura francesa contemporánea exclamó: “¡Que pobreza! Ninguno de los escritores de nuestro tiempo, yo incluido desde luego, presenta un valor espiritual, salvo los negadores como Cioran” (referido por Huberto Batis en su libro Ni edad dorada ni apocalipsis).” “El viejo Ionesco —escribe Batis— espera la muerte asqueado, aburrido, indignado. Los refugios del instante, el amor y el vino ya no son para él: ‘las puertas se han cerrado, si puedo abrirlas no será, sino para caer en la nada’”. Abolir la angustia es abolir la esperanza, piensa Ionesco; la cultura es la única que puede darle al hombre un poco de respiro y libertad y debe oponerse a la burocracia; preservar en la angustia y en el reír, procurar el espíritu sobre la tecnocracia y la política desorganizadora es fundamental para evitar la parálisis y el trauma, piensa el dramaturgo rumano.

En El hilo perdido, el filósofo francés, Jacques Rancière, comienza su libro exponiendo cómo algunos críticos de su tiempo atacaron duramente obras de Flaubert y de Joseph Conrad (La educación sentimental y Lord Jim) que posteriormente se volvieron, digamos, canónicas. No me detendré en el libro de Rancière que especula —algo pesado y denso— sobre la ficción y la realidad, el pensamiento y la aventura, el arte y la vida; no obstante, quiero hacer énfasis en el hecho de que sabemos muy poco, casi nada al respecto de los hilos que existen entre la obra publicada, la lectura, la interpretación y el juicio que éstas desatan. Andamos a ciegas y lanzamos bastonazos al aire. La tontería se expande en un medio gris, no crítico y fácil de convencer. Yo sugiero buscar la sencillez, sí, pero la que es consecuencia del esfuerzo por comprender y la búsqueda de la profundidad. La sencillez, prudencia y sabiduría del juicio en lugar del apresuramiento en la opinión que se lanza al aire como si arrojáramos a la calle una cubetada de estiércol.

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