Hace apenas unos cuantos días releí El banquero anarquista, de Fernando Pessoa. Releer es una experiencia reveladora al menos por una razón. El libro continúa siendo el mismo, letra por letra, pero el lector se ha transformado en otra persona y el contenido de la obra causa en él nuevos efectos. En el caso del famoso relato de Pessoa, que además es anunciado como un cuento de raciocinio, tuve una experiencia contraria. El contenido cambió, pero yo me mantuve inmutable todos los años que sucedieron a la primera lectura. Sé que estoy describiendo una ilusión, puesto que es imposible que una persona, a no ser que esté hecha de piedra, logre conservarse intacta tantos años. En estas páginas leí que el anarquista se opone a las convenciones sociales que mantienen las desigualdades del hombre y la injusticia inmutables. El sólo hecho de nacer en cunas diferentes no tendría que marcar el destino de los individuos puesto que, fuera del talento y los temperamentos naturales de cada quien, el lugar que ocupan en las clases sociales al nacer es una ficción que debe ser combatida. O comenzamos todos desde cero o la justicia no existe. En opinión de quien nos cuenta la historia las revoluciones sociales culminan siempre en una dictadura despótica, y entre sus ejemplos propone el Imperio Romano, el Napoleónico y la experiencia de la Revolución Rusa sobre la cual, además, agrega: “¿Qué se podía esperar de un pueblo de analfabetos y de místicos?, nada, sino una revolución que retrasará decenas de años la realización de una sociedad libre”. Yo, que me considero un amante de la literatura rusa, no me habría atrevido a dar juicio semejante, pero no puedo fingir que no me convenció. Porque el iletrado místico no espera una revolución inteligente, sino más bien el advenimiento de un suceso religioso, la encarnación de un hombre en dios. Así es; sus alucinaciones pertenecen más bien a esta clase y evitan cualquier esperanza racional, prudente o bien pensada de lo que tendría que ser la construcción de una sociedad equitativa.

Después de terminar mi lectura no pude evitar traer a mi memoria a Emanuel Swedenborg (1688-1772), el místico sueco menos analfabeto de los que, probablemente, han existido sobre la tierra, ya que además de ser objeto de una revelación que le llevó a escribir decenas de tomos teológicos que concluyeron años más tarde en la fundación de una iglesia, fue un físico, biólogo, astrónomo, geólogo y matemático notable. El misticismo no nos lleva directamente al analfabetismo ni tampoco sucede lo contrario; los iletrados no necesariamente se adhieren a un misticismo que los aleje de las penas de este mundo. Como saben, Borges despertó el interés hacia Swedenborg en los lectores de lengua castellana, pero sus libros son bastante accesibles. Yo mismo he leído fragmentos de su obra y me ha sorprendido su estilo claro y fundamentado. El científico sueco imaginó un cielo en el que los tontos no podían entrar porque allí sólo se permitía la entrada a aquellos que tenían la capacidad de conversar. Esta es una idea innovadora y, desde mi punto de vista, fantástica. El sólo imaginar un cielo así me hace sonreír y equiparar esta tierra formada en su mayor parte por autómatas atarantados con el mismísimo infierno. Ignoro si Pessoa leyó a Swedenborg, pero no dudo que habría estado de acuerdo en una utopía semejante, un descanso al ruiderío insustancial de los medios, y la esperanza de una vida más cómoda y ambiciosa en cuyo cielo uno es capaz de continuar aprendiendo. En la mente del sueco sí que fue posible llevar a cabo la construcción de una sociedad de hombres libres tal como la describía el personaje anarquista del escritor portugués. A nosotros, los mortales contemporáneos, no nos queda más que soportar vivir en una tierra de iletrados propensos al arrebato celestial.

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