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¿Quién te lanzó al mundo, escoria? ¿Por qué te revuelcas ante mí como un bulto con vida? ¿De quién has aprendido esas palabras que más bien son ladridos, gruñidos que no puedes explicar ni comprender si no es lanzando dentelladas y devorando a los otros? ¿Cómo te atreves a considerarte humano y a reclamar derechos o justicia? Estas son las preguntas que, a menudo, despiden mis ojos cuando mi humor se torna negro y avinagrado, y cuando quieren ofenderme o robarme. Ya no soy un hombre que insulte o se enfrasque en una discusión con los maleantes. Prefiero marcharme lo más pronto posible y convencerme de que, quizás, en algún momento del mañana, en cierto recóndito instante del dudoso porvenir sea capaz de sentirme alegre y alejar el rencor; en pocas palabras: reconciliarme con el niño que todavía sigo siendo cuando sueño y despierto atónito, como si naciera una y otra vez, y presintiera que un continente feroz, una piedra amarga, un perro de cinco patas va a atravesarse en mi camino y a poner un muro entre mi persona y la mano del amigo, las piernas de la amada, la botella de vino. Sin vino los ateos seríamos carcomidos por el desasosiego y no tendríamos oportunidad para la alegría. “Y el hombre sólo es capaz de soportar el puente que une el primer día de su vida y el último en un estado de trance. Y ese estado de trance es el vino”. Tal lo ha escrito Béla Hamvas (1897-1968), el escritor húngaro en La filosofía del vino (Acantilado 2014). En este breve libro, Hamvas sugiere a la espontaneidad como un medio para evadir el desasosiego del ateo: “Vivir de manera espontánea, enamorarse de la primera mujer hermosa, comer a lo grande, pasear entre flores, acercarse al arte y sobre todo beber vino, mucho vino y más vino.”
He leído el libro de un sólo golpe porque hay obras que se conocen tan bien, o aún mejor que si uno las hubiera escrito por propia mano. Han pasado los tiempos en que leía un libro para aprender, o saber más sobre algún tema; ello es asunto de necios y echa a perder la lectura. Yo entro a un libro como a una taberna, si me siento cómodo me quedo, bebo y sonrío; si no, me largo a otro lugar y me olvido del pasado inmediato. El lenguaje no es un instrumento que se utiliza para representar la realidad, sino que es una realidad, otra, la misma, alguna realidad compleja y viva que nos envuelve como un vientre materno, y de ella nacemos o no. Del crítico y escritor francés, Jean Guéhenno, muerto hace 40 años, leo: “Ya no se ve ni nuestra propia fealdad. Nada que distinga a uno de nosotros, que lo haga reconocible. Nada que atraiga la mirada, llame la atención y despierte el amor. Ya no somos ni pintorescos. No somos amables ni conmovedores. Cada uno de nosotros, tomado de forma individual parecería un mal héroe de novela. Es banal y su vida es banal. No escapa jamás al orden ni a la miseria vulgar”. ¿Eso es acaso lo que veo hoy cuando salgo a las calles de mi ciudad e intentan hacerme objeto de la rapiña? El mal mesero, el taxista, el policía, el abusador. ¿A dónde se ha marchado la gente honrada, interesante o al menos simpática? ¿Cómo soportar el tránsito de ese puente que une al nacimiento y la muerte? El vino, dice Hamvas, es una máscara hierática (“sacerdotal” o “sagrada” explica el señor Corominas). Y esa máscara elude nuestra vulgaridad siempre y cuando exprese la alegría verdadera, no la patanería y el talento de la ratonera. Todo aquel que vive en la Ciudad de México tiene que ser considerado un delincuente en potencia, un zafio, y una manera de mermar esa sospecha, ese dolor abstracto, es por medio del vino (sólo el montaraz le llama alcohol al vino). Y entonces uno puede medio vivir, si no en paz, sí portando una máscara hierática que le sonría a los otros. “¿A qué te han lanzado al mundo, escoria?”, me pregunto a mí mismo, y me respondo: “A conocer a unos pocos amigos, a fornicar hasta que la última mujer se haya marchado al edén de donde ha venido, a beber vino a solas, en la botella, o acompañado por los fantasmas perezosos que prefieren tomar un trago más en lugar de desaparecer. “Altazor ¿por qué perdiste tu primera serenidad? / ¿Qué ángel malo se paró en la puerta de tu sonrisa / Con la espada en la mano? / ¿Quién sembró la angustia en las llanuras de tus ojos como el adorno de un dios? / ¿Por qué un día de repente sentiste el terror de ser?” Como ustedes saben, el poema de Huidobro es un mundo en sí que tiene más de 14 mil millones de años de edad, sólo unos segundos más, unos puntos y comas más. Camino mi ciudad y los miro y les pregunto a los altazores aztecas: “¿Qué ángel malo se ha parado en la puerta de su sonrisa?, no le permitan entrar, busquen la máscara hierática, y márchense de aquí, mátense por su y nuestro bien, unan el primer día al último de su vida, aférrense por un momento al andarivel que les propone el vino.”