Me gustaría tener un perro para hacerle un comentario cada vez que se me ocurre alguno. El perro, en caso de estar versado en los vaivenes de mi voz, me escucharía, movería la cola mostrando así su aprobación, y su paciencia sería señal de entendimiento. ¡Qué buen diálogo tendríamos! Ensayaríamos la dialéctica, y el espíritu de una razón concluida se elevaría por encima de nosotros. Por otra parte, un acto así se opondría al cacareo interminable acerca de la política actual que se escucha en todas las mesas, rincones, calles y conversaciones de nuestro alrededor. Siempre he dado por supuesto que los distinguidos políticos, cualquiera que sea su rango, son los sirvientes de la población y que sólo sus buenas acciones y su discreción tendrían que llamar la atención. ¿Cómo es que puede llamar la atención el discreto contemporáneo? De manera muy sencilla, ya que el silencio es un valor hoy despreciado, pero sobre todo... inesperado. Y además sus acciones, si son bondadosas y mejoran la vida de los demás, harán más ruido que una trompeta o que una arenga en plaza pública. Yo no sé si mi perro comprendería mis palabras, pero así yo le evitaría a los demás mis opiniones, y aliviaría ese terrible impulso de expresarme sin pensar un poco en lo que voy a decir. Por ello la espontaneidad sería una regla entre las conversaciones de mi perro y yo.

Hay quien se opone o desprecia la práctica del arte sin antes intentar definir de lo que trata tan ampulosa palabra o concepto. Aunque ya lo he escrito en este espacio, vuelvo a la descripción que Jürgen Habermas (1929) hizo de la finalidad que Friederich Schiller (1759-1805) adjudicó al arte: “Schiller proyecta una utopía estética que atribuye al arte un papel revolucionario en lo que atañe a las relaciones sociales. No es a la religión, sino al arte a la que compete operar como poder de cohesión y unión social, pues él lo entiende como una forma de comunicación que interviene en las relaciones entre los seres humanos”. Herbert Marcuse comprendía también el arte de esa forma cuando escribió, para atenuar el impulso de un marxismo (no de toda la filosofía marxista) depredador de la diferencia, impositivo y obsesionado con la producción industrial de bienes: “Un final del arte sólo cabría concebirlo en una situación en que los hombres ya no fueran capaces de distinguir entre el bien y el mal. Se trataría de un estado de completa barbarie en el cenit mismo de la civilización.” Tanto Schiller, como Marcuse y Habermas comprendían —a su manera— el arte como una forma de relación y comunicación que tendía hacia la armonía dentro de una sociedad formada por distintos sujetos. Incluso si el que se dice artista es un loco o un solitario, un insolente o un bravucón no hace más que expresar su singularidad y su diferencia, su ser particular, su soledad y su noción de lo que el arte mismo le permite (si lo hace con talento). Y tal cosa es un bien social o armónico en sí mismo. Uno sólo de estos artistas es más valioso para la armonía social que, por ejemplo, un grupo de políticos intentando lucrar con nuestra desesperanza para escalar socialmente, llenarse los bolsillos y obtener más poder para humillar, valer como sujetos u hacerse de un lugar en el mundo. El arte es libre por naturaleza y lo que es más importante no es su manipulación, sino su creación y estímulo. El arte es social per se, no requiere que se le imponga una dirección, es humano en todos sentidos y debido a ello es confrontación y crítica, pese a que también pueda ser ensimismado, solitario y mudo en apariencia. Marcuse (1898-1979), poco antes de morir se mostraba muy decepcionado porque la gran riqueza social existente no atenuaba la pobreza ni la deshumanización imperantes. Como sabemos la Escuela de Frankfurt, a la que él perteneció, fue una opción a ciertos aspectos de un marxismo inhumano, tiránico y mecánico que esta escuela intentaba atenuar por medio del arte, el erotismo, el inconsciente, etcétera. Para Marcuse el capitalismo tendría sentido cuando se eliminara el envenenamiento de la atmósfera o entorno vital, cuando el capital pudiera expandirse de forma pacífica, cuando el abismo entre el pobre y el rico fuera reduciéndose continuamente y el progreso técnico sirviera al crecimiento de la libertad humana. Es muy posible que el sólo hecho de nombrar a Marcuse despierte en muchos lectores la desconfianza y la sospecha de una ideología trasnochada de hace más de medio siglo. Sin embargo, yo leo esta afirmación y su actualidad me avergüenza. El hecho de que la cultura y el arte sean despreciados o se les quiera dotar de una dirección social es un dislate imperdonable, es volver a comenzar desde ningún lugar haciendo un lado la tradición humanista y social que caracterizan a esta clase de expresiones. Alain Touraine (1925), en su Crítica de la modernidad escribió: “Habermas intenta reencontrar lo universal a partir de culturas y personalidades particulares. Yo busco reencontrar la libertad creadora del sujeto contra la dominación individual y colectiva por parte de los aparatos que poseen el dinero, el poder y la información. Estoy contra la lógica de esos sistemas”.

Toda sumisión del arte por parte de un poder va contra la libertad individual y colectiva. Saberlo es hacer una suma elemental. Me detengo; es momento de hablar con mi perro.

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