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¿Alguna vez te has arrepentido de haber dicho algo? ¿Has reaccionado de manera excesiva ante una situación que no lo ameritaba o te has salido de control cuando te habías propuesto no hacerlo?
A todos nos ha pasado y sobra mencionar lo mal que nos sentimos después. Cuando nuestras acciones son conducidas por el piloto automático y, en general, éste toma el mando de nuestras actitudes, nos podemos convertir en una persona señalada como “impulsiva”, “iracunda” o “difícil”; lo cual, además de dañar las relaciones, aleja todo tipo de oportunidades. Es preocupante, ¿no crees?
Pero te tengo una buena noticia: el neurocirujano Benjamin Libet condujo un experimento fascinante en pacientes sometidos a algún tipo de cirugía de cerebro mientras estaban despiertos y alertas. Les pidió que movieran uno de los dedos mientras monitoreaba electrónicamente su actividad cerebral. Entonces comprobó que hay un cuarto de segundo de retraso entre el deseo de mover el dedo y el movimiento en sí.
Eso quiere decir que cualquier reacción, incluso las que nos provocan los adolescentes, el jefe o el conductor del auto de enfrente, tiene una ventana de oportunidad para que nos desenganchemos de ella y nos calmemos. ¡Es una maravilla de descubrimiento! Hay un cuarto de segundo de distancia entre pensar, querer, hablar o hacer.
Quizás un cuarto de segundo te parezca muy poco, pero para el pensamiento es una eternidad virtual, un tiempo más que suficiente para interpretar de manera diferente la situación. Por ejemplo, darte cuenta que un sonido muy fuerte no es un balazo, que si te calmas podrás escuchar al otro, que un palito entre el pasto no es una víbora, que un comentario sarcástico no tiene la intención de herirte o que no recibir una respuesta inmediata en WhatsApp no significa que te estén ignorando.
¿Por qué sucede esto?
Cuando el cerebro recibe un estímulo a través de cualquiera de los cinco sentidos, lo procesa de dos maneras: una es mandándolo a la amígdala y, la otra, es dirigiéndolo hacia la neocorteza, donde operan el intelecto y la conciencia.
La amígdala —esencial para la supervivencia— es la primera en recibir el mensaje; es muy rápida y, en un instante, nos dice si debemos atacar, huir o congelarnos. La neocorteza está más lejos y los mensajes le llegan más tarde pero, a diferencia de la amígdala, tiene enormes poderes de evaluación y se detiene a considerar las cosas. Además, la neocorteza se comunica con la amígdala para verificar la información antes de reaccionar.
Lo bueno es que 95 por ciento de los estímulos que recibimos llegan a la neocorteza y sólo cinco por ciento se van derecho a la amígdala. Pero, ojo, ¡ese cinco por ciento puede crear un caos absoluto! Al encender el piloto automático se puede desencadenar una reacción inesperada, un comportamiento ilógico e incontrolable o hasta una guerra.
La amígdala, alimentada por el miedo, obstruye la razón, si le permitimos que secuestre al cerebro sucede lo mismo que cuando se transita por un camino con regularidad: entre más se usa, más fácil se recorre y se convierte en un hábito, un rasgo de la personalidad.
La vida siempre tendrá frustraciones, penas, pérdidas y, de vez en cuando, reacciones impredecibles por parte de los demás. Eso no se puede cambiar ni evitar, pero sí podemos modificar la forma en que lo inesperado nos afecta.
Dice Aldous Huxley: “Hay un rincón del universo al que con certeza puedes mejorar y es a ti mismo”. Te invito a utilizar de manera consciente tu cuarto de segundo de oportunidad; verás que las situaciones y tus relaciones fluyen mejor.