Elzéard Bouffier se llamaba el pastor de ovejas que habitaba en la Alta Provenza, en Francia, a principios del siglo XX.

A punto de estallar la Primera Guerra Mundial y por azahares del destino, Jean Giono, novelista francés, lo conoció y lo calificó como “el personaje más extraordinario que jamás he conocido”, tal como tituló el texto que publicó en Reader's Digest en 1953.

La zona donde el pastor habitaba era desolada, sin árboles, monótona y seca. Salpicada apenas por unos cuantos esqueletos de granjas. Los pocos aldeanos habían vivido de quemar los troncos de los escasos árboles para crear carbón. Profesión que se les había agotado tiempo atrás. Los problemas y las rivalidades entre los habitantes nunca cesaban. Los suicidios, la violencia y la locura eran la constante.

Ese día, Elzéard Bouffier invitó a Giono a tomar sopa caliente y a pasar la noche en su choza. Le sorprendió ver que, al terminar los alimentos, el pastor sacaba un puñado de bellotas que separó y limpió. A la mañana siguiente, colocó con cuidado las semillas limpias en una bolsita de tela. “Noté que, en lugar de llevar un palo, Bouffier portaba una barra de metal de metro y medio de largo, con el ancho de un pulgar”.

Cuando llegó al lugar adecuado, Bouffier, de 55 años, quien había sido dueño de una granja antes de perder a su esposa y a su hijo, comenzó a hacer agujeros en la tierra con su barra y colocó una semilla en cada uno. “Le pregunté si la tierra era suya. Dijo que no, aseguró tampoco conocer al dueño”. Pensaba que, si acaso tenía dueño, seguro no le interesaba. Con mucho cuidado continuó sembrando una a una las semillas.

Hacía tres años que había comenzado a plantarlas. Y a pesar de que solo una entre las miles de semillas se daría, debido a los ratones y a las inclemencias, miles de robles crecerían en donde no existía nada. Al día siguiente, el escritor y el pastor se despidieron. La guerra llegó.

Durante varios años se dejaron de ver y el escritor se olvidó del asunto. “Pensé que mi amigo pastor había muerto durante la guerra. En 1914 regresé al lugar con el deseo de respirar aire puro”.

El paisaje había cambiado por completo. Diez mil robles ocupaban mucho espacio. Cuando me acerqué a la aldea vi que el pastor tenía colmenas de abejas y unas cuantas ovejas.

“Me quedé sin habla al ver el impresionante paisaje que había surgido del espíritu y de las manos de un hombre, sin ayuda técnica de ningún tipo. [...]

Vi que habían renacido arroyos de agua desecados muchos años atrás. Y como reacción en cadena, también aparecieron las flores, los sauces llorones, los pájaros, las cañas, los prados y los jardines, así como razones para vivir.

A partir de 1920 en adelante, nunca dejé de visitar a Elzéard Bouffier a quien siempre vi fuerte a pesar de los embates de la vida y del campo. […] Uno no puede valorar adecuadamente a este singular personaje, a menos de que recuerde lo que logró en completa solitud.

Tan solitario era que con el tiempo dejó de hablar. Quizá no lo necesitaba. Una vida de trabajo en paz y continuo, aire puro, una manera austera de vivir y sobre todo tranquilidad mental era lo que le daba a este viejo hombre una salud sorprendente”. Una receta para la felicidad.

En 1935, una delegación del gobierno llegó a inspeccionar el “bosque natural” y prohibió la quema de carbón. Lo más notable fue que el carácter y la convivencia de los habitantes del poblado se había transformado de manera radical. Bouffier murió en 1947 en el lugar donde se veía a la gente sana, caminando y riendo entre los bosques.

Años después, Reader's Digest descubrió que la historia había surgido de la imaginación de Giono, pero su cuento ya se había traducido a distintos idiomas alrededor del mundo. A pesar de ser ficción, el relato deja una enseñanza, ¿por qué no seguir su ejemplo?

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