Tarde o temprano todos llegamos a un punto en la vida en que nos damos cuenta de que tenemos que cambiar “algo”: la dieta, un aspecto del carácter, los niveles de estrés, el tiempo que dedicamos a la familia, los hábitos dañinos como fumar o mil cosas más. En el fondo sabemos que ese “algo” no se modificará por hablarlo o tener esperanzas de que un día sea distinto. Antes de que la emergencia o la crisis llegue, lo tenemos que hacer y punto.
Hace poco asistí con 30 amigas a un retiro de meditación en un lugar espectacular en medio de la naturaleza. Nos levantábamos a las 6:15 de la mañana para meditar y saludar al sol; durante el día teníamos convivencias, pláticas y dinámicas aleccionadoras y nutritivas. Durante la ceremonia de cierre, vestidas de blanco, cada cual expresaba lo que había aprendido. Una a una repitió la frase: “Yo aprendí que…”. Dentro de mí, me repetía “Espero haber aprendido que…” y deseaba con el alma que lo expresado fuera cierto.
El escenario es perfecto y la mente está totalmente convencida y dispuesta a hacer el cambio, pero…es el cuerpo al que cuesta trabajo convencer.
Aprender a nadar en teoría, viendo un video o leyendo un libro no es lo mismo que nadar en el mar. Decir que tenemos que bajar 10 kilos no es lo mismo que cerrar la boca cuando el antojo se presenta. Decir algo positivo no es lo mismo a vibrar de forma positiva desde el corazón. Afirmar el deseo de no ser controlador, no es lo mismo a soltar las riendas y confiar. Imaginarnos a qué sabe un durazno, no es lo mismo que probarlo.
Coleccionista espiritual
Durante el retiro, me di cuenta de cuán fácil que es convertirte en un “coleccionista espiritual”, pues podemos quedar conformes con la información adquirida en libros, seminarios, pláticas o retiros y creer que, por ello, ya somos más espirituales o mejores personas. Como quien te enseña el panfleto de un lugar hermoso sin nunca haberlo visitado. No es cuestión de coleccionar información, como tampoco se trata de tener buenas intenciones: se requiere caminar el camino, paso a paso con paciencia y compasión por uno mismo.
Si bien, durante los cuatro días que duró el retiro nos sentíamos la mismísima Madre Teresa de Calcuta o Buda en versión femenina; el reto surgió, por supuesto, con el regreso a la cotidianidad. Fue ahí donde probamos si la transformación era real. Entonces te das cuenta de lo resbaladizo que es seguir con las buenas intenciones cuando se atraviesan los hábitos arraigados.
En el nivel mental sabemos muy bien las razones por lo que es conveniente modificar ese “algo” que nos molesta o perjudica, pero otra cosa muy distinta es tener las agallas para hacerlo. Es preciso actuar y para ello se requiere arremangarse las mangas, cambiar una conducta y un estilo de vida a pesar de nosotros, de la resistencia.
El cambio se tiene que hacer a ojos cerrados y se da de adentro hacia fuera. Y no desde la mente, sino desde la voluntad, desde la fuente misma del ser, desde el corazón y vientre. Ahí inicia el viaje del héroe. Se trata de arrastrar al cuerpo a pesar de sus reclamos y pretextos.
Si en realidad queremos no sólo vernos mejor, sino sentirnos mejor, la condición es ser brutalmente honesto con uno mismo para ver la verdad y mover la información o deseo de la cabeza a cada una de las células del cuerpo.
Cuando logramos esto, entonces sí, la transformación se siente auténtica y duradera. Lo que finalmente impactará nuestra vida, nuestras decisiones, nuestras relaciones y hasta nuestra salud.
Cuando tú cambias, cambia todo.