Amanecía. La luz entraba titubeante a mi habitación anunciándome, sigilosa, el inicio de una nueva jornada de trabajo. Al desperezarme y empezar a abrir gradualmente los ojos, con los brazos en la nuca dediqué unos instantes para reflexionar en torno al sueño, ¿cuál sueño?, la pesadilla que acababa de padecer. ¿Pesadilla? ¿Cuál? Se trataba de realismo puro, de una realidad probada, una verdad comprobable a simple vista.
El origen de mi malestar resultaba entendible, sin embargo, mi mente alucinada había transformado alevosamente la información proyectándola en mi inconsciente como un hecho que no dejaba lugar a dudas y ¡claro que no dejaba lugar a dudas!
Soñé que un buen día ingresaba a las oficinas centrales de la Comisión Federal de Electricidad (CFE) y para mi sorpresa, mi inmensa sorpresa, al sortear la puerta principal de golpe sentí haber entrado a otro mundo, como cuando en las películas se ingresa a otros tiempos en un abrir y cerrar de ojos. Todo marchaba con la debida normalidad hasta presentarme en la sala de juntas de la dirección general, en donde entré sin más a un Parque Jurásico mexicano. Me quedé paralizado. Todos los funcionarios del más alto nivel vestían pieles, sí, pieles cruzadas a medio pecho que caían a la altura de la rodilla. Al lado de cada una de las sillas ubicadas alrededor de una espléndida mesa perfectamente barnizada, encontré marros, enormes marros de los titulares de las diversas estructuras de esa organización burocrática quebrada de punta a punta por la histórica ineficiencia de quienes la habían dirigido en claro perjuicio del dolorido pueblo de México, en cuyo nombre se habían cometido, se cometían y se seguirían cometiendo arbitrariedades, ilícitos y errores garrafales, sin que nadie protestara, hasta que protestáramos y entonces nos mataríamos de nueva cuenta con saldos de cientos de miles de muertos que nunca aprendieron a protestar a tiempo, sin recurrir a las armas y a la violencia.
El director general, de cabellera canosa que le caía hasta la cintura y dueño de una enorme barba que escondía discretamente debajo de la piel, tal vez de un bisonte, a saber cómo había llegado a sus manos, se levantó para explicar una nueva forma de crear fuego, de manera más rápida que como se hacía con antelación. Al frotar dos piedras talladas para ese efecto, de inmediato se produjo una chispa con la que encendió una pajilla, escandalosa proeza que dejó estupefactos a los presentes, quienes aclamaron a su líder, golpeando el piso insistentemente con sus respectivo marros. La celebración fue unánime. En lugar de hablar, los miembros del consejo de administración se comunicaban entre sí por medio de sonidos guturales inentendibles. No aplaudían, no, continuaban su celebración sujetando sus marros y azotándolos contra el suelo. La emoción era tal que presentí que, en cualquier momento, empezarían a danzar.
Con mi traje de calle me acerqué lentamente al director y le mostré mi encendedor. Con tan solo abrir la tapa se produjo una breve llama, lo anterior, claro está, sin haber utilizado las piedras. Me lanzó una feroz mirada penetrante como si con mi magia, o más bien, mi sofisticada tecnología, hubiera llegado a arrebatarle el liderazgo del grupo. Todos me miraban atónitos y empezaron a rodearme como si fueran a quemarme en leña verde. Enseguida, me jalonearon sin consideración alguna, me desvistieron haciendo girones mi ropa, mis calzones nuevos incluidos, en tanto al titular de la empresa lo encueraban, entre gritos de horror, y le arrancaban la piel sin poder resistirse ante la fuerza y empuje de los demás. De pronto me vi vestido con esa piel, la del jefe, que apestaba a madres, mientras mis nuevos súbditos se golpeaban la frente con la alfombra, para homenajear la llegada de su nuevo guía.
En ese momento desperté de mi sueño o de mi pesadilla, lo que fuera. ¡Claro que yo no era un hombre del pleistoceno! No, no lo era, pero en mi duermevela ya no quise ver cómo estaban vestidos los demás integrantes del gobierno actual. ¡Horror! Preferí levantarme y abandonar mis fantasías no sin antes preguntarme las razones de mis devaneos.
La noche anterior leí que Bartlett, el director de la CFE, había cancelado una fabulosa ventana de inversión por 1,700 millones de dólares por motivos ideológicos o por acatar instrucciones suicidas superiores, o por incapacidad supina de negociar con los pobladores de una Oaxaca sepultada en la miseria, en donde se instalarían las nuevas redes transportadoras de energía limpia y barata. Adiós a electricidad renovable; ahora se produciría cara y quemando combustóleo como en el neolítico.
Al cancelarse una subasta para la construcción de la línea de transmisión directa de alto voltaje a partir de los aerogeneradores eólicos en Oaxaca, hacia las centrales eléctricas del centro del país, para apoyar la demanda de energía en la Ciudad de México, una supercarretera para transportar hasta 3 mil megawatts en 500 kV, porque “no existen las condiciones para continuar con el citado concurso”, se eliminaron 28 empresas precalificadas para generar energía eólica, la del viento, no la ventral… Lo anterior, a pesar de que los aumentos en las tarifas de energía eléctrica han sido hasta del 400%, un golpe severísimo a la productividad del país. A pesar del avance y las ventajas de la energía eólica, aún así se descartó la tecnología barata, la que impone la modernidad, reñida con las técnicas del pleistoceno.
Bartlett quiere regresar a la generación de energía eléctrica por carbón, cancelar una superautopista eléctrica a través de aerogeneradores eólicos, instalados en Oaxaca, estado sepultado en la miseria, aunque la solar y eólica, las renovables, sean las más baratas en el mundo y en México. Esa decisión implica algo así como transportar “la luz” con pipas, lo cual parece ciertamente complejo, pero bueno, habría que intentarlo… Volvemos a la piedra y a la chispa…
Twitter: @fmartinmoreno