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Esto ocurrió hace un par de meses en el hospital, una tarde que acompañaba a mi padre en su cubículo de terapia intensiva, cuando se encontraba en los momentos más críticos:
“Tiene, de una vez por todas, que dejar de contar los latidos de su corazón, señor Posternak ”, le dijo —enfático— un doctor al paciente del cubículo de al lado. “Saque eso de su cabeza, no puede ser que hasta manejando se ponga a pensar obsesivamente en su frecuencia cardiaca, y mucho menos contarla a 80 kilómetros por hora. Se puede distraer y chocar, lo mismo que si sube por una escalera y a medio escalón revisa su presión. Es peligroso.
Olvídese ya por favor del pulso, maneje con las dos manos, mire hacia adelante y continúe de frente”.En ese preciso instante, como si la vida fuera una película de verdad, donde las tramas de todos se entrelazan, sonó la alarma de uno de los aparatos que traía conectados mi papá. De inmediato volteé a ver el monitor cardiaco. No todo, pero eso marchaba en orden: 60-100 pulsaciones por minuto. La vida seguía, lo que se había acabado era la solución de los antibióticos.
La única vez que yo le he puesto atención a mi pulso fue cuando me compré un reloj para correr, con medidor de frecuencia cardiaca. Me lo recomendaron para mejorar mis tiempos y, especialmente, para cuidarme de no rebasar las no sé cuántas pulsaciones y evitar caer fulminado.
Pero yo soy una persona más de palabras que de números y eso de voltear a ver mi muñeca a cada vuelta para comprobar si había cumplido el tiempo, no me funcionó. Nada más me estresaba y, de hecho, me quitaba segundos. Además, yo corro para disfrutar, no para preocuparme si al siguiente paso me muero, así que no volví a concentrarme en la cantidad óptima de latidos por minuto, ni el nivel adecuado de azúcar, ni en ningún otro indicador de la salud.
“Le voy a contar algo, señor Posternak”, prosiguió el médico, con un tono más cercano a las emociones que a la ciencia. “Mi hija sufrió un trastorno alimenticio grave y se internó en una clínica especial. Lo primero que le explicaron es que tenía que dejar de contar, porque quienes padecen este problema se convierten en unas auténticas calculadoras humanas de calorías —o de angustias, en el caso de usted y de quienes padecemos del mal de la preocupación—, y si no paran de sumar pensamientos a cada bocado, acaban por volverse locas”.
Luego de un breve silencio, el doctor se despidió: “Señor Posternak, sí cuídese, pero sobre todo deje de contar tanto. Si quiere tener una vida normal, no piense más en la frecuencia cardiaca, esa funciona sola”. Yo miré a mi papá y supe que su reloj interno lo despertaría pronto.
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