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Recuerdo, por allá en el año 2000 cuando vivía en Madrid , la noche que me puse a leer una página de clasificados en una internet que poco tenía que ver con la de hoy. No buscaba compañía, ni una escort, ni dos, no; quería rock ’n roll. Antes, durante mi época de abogado, fantaseaba noche y día con ser una estrella de la música.
En medio del tráfico, rumbo a las Juntas de Conciliación y Arbitraje , ponía R.E.M. en el coche a todo volumen y me imaginaba que era yo el que cantaba Whats The Frequency Kenneth ? ante una multitud. Disfrutaba como nadie los embotellamientos.
Antes de dormir me convertía en Richard Ashcroft y me arrullaba con Bitter Sweet Symphony —que luego se convertiría en mi canción de boda y en el himno de mi vida—, con la esperanza de un día despertar siendo yo el rockstar.
Para eso me escapé a Madrid , más que para hacer una maestría, para encontrar un grupo que buscara un vocalista. Habían varios anuncios en el portal aquel y emocionado apunté los teléfonos de los que mencionaban referencias musicales afines a las mías.
La vez que salí del cuarto de ensayo donde me hicieron la primera prueba, es posiblemente el día que más valiente me he sentido. Supe que no me llamarían, pero me sentía imbatible, como ocurre cuando consigues vencer un miedo y conforme sucumbe alcanzas a percibir el pequeño milagro de los sueños que comienzan a adquirir vida. Me retumbaba el corazón como una batería.
Me acordé de todo esto, porque el fin de semana pasado me crucé en una de las veredas de mis Viveros de Coyoacán con el señor que suele cantar por ahí en las mañanas a pulmón batiente. Es un hombre mayor, de unos 75 años, risueño y campechano. Entona desde boleros hasta operetas sin pena alguna, mientras trota o camina. Muchos corredores le aplauden, otros ríen, pero él es un valiente y persiste con su singular alegría. Alguna mañana que anda silencioso, sus conocidos lo animan y él, facilón, vocaliza.
Basta con fijar la atención unos instantes en una situación para verla repetida subsecuentemente y descubrir por doquier, en este caso, al pelotón invisible de valientes: los ironmans, los hombres sensibles que lloran, los adultos mayores de City Market que empacan y llevan las compras a los coches de los clientes, las recién divorciadas que deben regresar a una oficina y los papás que ya solo abrazan cada dos fines de semana a sus hijos; los que salen del armario, los que saltan al vacío, los que alzan la voz, los que se levantan de su asiento para impedir injusticias, los que guardan silencio, los que piden perdón, los que perdonan, los que le sostienen la vista a quien les gusta, los que se resisten a morir, quienes piden clemencia, los migrantes, los que se quedan a pesar cualquier cosa. Todos somos.
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