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Todos los sábados, le ruego a mis hijos que me acompañen a correr e invariablemente me mandan, más bien a volar, porque tienen sueño, están cansados, les duele la panza o directamente: “Ay, papá, estamos viendo una película”. Pero, eso sí, la mañana después de la cena de fin de año con mis amigos más crápulas, la grande (12 años) se apersona a las 7:30 de la mañana al lado de mi cama, mueve mi apesadumbrada humanidad con la suficiente sutileza para sacarme de uno de esos resacosos sueños de diciembre y, como si se le hubiera metido el mismísimo espíritu de la Navidad , milagro: “Pa’, ¿vamos a correr?”.
La vida son los pequeños instantes y, aun en el más miserable de los infiernos posjolgorio, nuestra misión está en perpetuarlos en la memoria, en el reino de los recuerdos, a donde —tarde o temprano— todos iremos a vivir. Cómo desaprovechar la oportunidad de correr con mi hija, aunque sólo tuviera fuerza para abrir los ojos y ver Netflix . ¿Quieres que cuando cierres para siempre los ojos se proyecte en el interior de los tuyos la inolvidable película? Actúa.
Para no perder la costumbre, fuimos a los Viveros de Coyoacán . A la mitad de la vuelta, comencé a revivir. Corríamos tranquilos, el alma me regresaba a cada respiración, con cada nuevo aliento. De pronto, dentro de los senderos, surgieron las notas purificadoras de la gaita escocesa. No era la primera vez que las oía por ahí, pero esta vez fue especial porque iba con mi hija y, sobre todo, porque entendí lo emotivo que habrá sido para mi padre el día que me puso a escuchar junto a él aquel himno épico: Scotland the Brave.
Su segundo apellido es Duncan, sus abuelos maternos vinieron de Escocia y un día él fue tan valiente que se compró un kilt, la falda típica que usan los hombres por allá. Nada más que él se la puso por aquí una Nochebuena en un restaurante. Mi mamá se reía, a mis hermanos y a mí nos daba un poco de la vergüenza que surge en la adolescencia con ciertas tradiciones familiares que a esa edad preferirías resguardar en casa y que fenecieran en las fotografías blanco y negro.
Pasamos varias veces corriendo frente al de la gaita. Coincidentemente, tocó Scotland the Brave y, enseguida, Amazing Grace , favoritas de mi papá y mismas que repitió un par de veces una gaitera que contrató hace unos siete años, otra Navidad que cenamos en su casa, cuando mis hijos, todavía hechos unos imberbes, no querían saber nada de tradiciones ni gaitas, sino exclusivamente de los regalos.
Sin embargo, así, poco a poco y sin darnos cuenta, las costumbres se nos van grabando, y los gritos de guerra de nuestros ancestros, lejos de sucumbir, un día renacen del silencio menos pensando.
El 24 de diciembre volverán a sonar las gaitas para que el día que mis hijos sean adultos, se acuerden de su padre y su abuelo.
@FJKoloffon