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Muchas veces, la entrada al mundo de los sueños es a través de una caída libre. Quién no ha sentido que tropieza o que da un salto al vacío antes de empezar a dormir. A mí me pasa mucho en los aviones, no sé por qué.
No es que viva en un avión, pero cada que me subo a uno es una vergüenza. Ya sé que voy a brincar de un susto y enseguida a cabecear como un anciano. Una vez, y no es invento, le di un cabezazo a mi hermana, que venía tan relajada en el asiento de al lado. Se puso fúrica. Y cómo no.
El sueño es un estado lleno de misterios, aunque, también, de grandes certezas. Probablemente, la más importante de todas, su poder reparador. No hace falta ser un científico o un experto en la materia para saberlo, todos lo hemos experimentado: luego de una noche bien dormida o de una siesta profunda, somos otros.
Si para cualquier persona el sueño es esencial para su buen funcionamiento, para los deportistas, incluso, forma parte de su entrenamiento. Dormir bien es una práctica que debe considerarse en toda preparación, pues la sanación surte sus efectos especialmente durante la noche. Con el sueño, los músculos y el organismo se recuperan, además de que es en esa dimensión ansiolítica donde interiorizamos lo que de día aprendemos. Por ejemplo, la técnica de la carrera, en el caso de quienes corren.
Así como el océano, el sueño es una marea purificadora, una fuerza sobrenatural que lo mismo arrastra desechos a la orilla de nuestra conciencia, que tesoros anclados en nuestras profundidades. Puedes no tener ilusión alguna en la vida y que de pronto llegue un sueño y te la implante. Recuerdo la vez que de adolescente soñé con una amiga y la besé. Al despertar, nada fue igual, un sentimiento me había sido implantado: la quería a toda costa.
El sueño regenera los músculos, la vitalidad y las ilusiones. Es una fuerza poderosa que repara el espíritu y el alma, y que nos acerca a deportistas y sedentarios a nuestros propósitos y metas.
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