En 1978, la UNAM y México eran muy distintos de como son ahora. Apenas habían pasado 10 años del Movimiento del 68 que marcó, desde entonces, no sólo a mi generación sino a toda la realidad nacional. Cincuenta años después, reconocemos las grandes transformaciones y logros que le debemos, particularmente en nuestras libertades públicas y en nuestra joven democracia, pero entonces, en el 78, la herida estaba demasiado abierta todavía. Una de las funciones de los alumnos de nuevo ingreso en la Facultad de Filosofía y Letras era cuidar de los sobrevivientes afectados del movimiento: El Guajolote, que se cayó de un camión en plena escapatoria de una persecución policiaca, o la gran Alcira, la notable traductora uruguaya que se había quedado escondida un par de días en un baño de Rectoría cuando ingresó el Ejército a Ciudad Universitaria y que construyó en la Facultad no sólo una cofradía sino un espacio tan pequeño y hermoso como su “Jardín de la defensa de la luz”. Seguro habrá conmigo algunos que lo recuerden con emoción.
En México, apenas un año antes, en 1977, se había logrado una reforma que fue llamada pomposamente “reforma democrática” y que, desde luego, era producto de los cambios políticos y sociales del Movimiento del 68. Esa reforma finalmente sacaba de la ilegalidad (y de la clandestinidad, hay que recordarlo) a los partidos y grupos de izquierda, lo cual era sólo ya por eso un gran logro. A las dos semanas de ingresar a la UNAM, los jóvenes de ese entonces, como los de ahora, ya habíamos entendido el valor de decir: “¡Viva la discrepancia!” y de defender ese principio; proteger a nuestra universidad pública, nuestra Alma Mater; nuestra “Madre nutricia”, aclaraba con elocuencia el desde entonces imprescindible doctor Miguel León-Portilla.
Mucho tiempo más tarde, en 2004, regresé a la UNAM, la tan generosa Universidad de la nación mexicana, como responsable de un proyecto excepcional, iniciativa del Dr. Juan Ramón De la Fuente, entonces rector de la Universidad, y del Dr. Gerardo Estrada, a la sazón coordinador de Difusión Cultural: crear y lanzar el canal cultural de televisión de la Universidad que, para mi fortuna y mi equipo de colaboradores, logramos sacar al aire el 24 de octubre de 2005. Un canal de televisión cultural crítico, plural, defensor de las causas primordiales del país, anfitrión de todas las voces, promotor de los nuevos creadores y de los nuevos lenguajes audiovisuales; es decir, ni más ni menos que reflejo de lo que en materia cultural hace la UNAM. Doce años de mi vida en Ciudad Universitaria me regaló entonces, de nuevo, mi Universidad. En ese camino de creación y desarrollo de TV UNAM descubrí con asombro (y con pena por no haberlo conocido suficientemente antes) todo lo que hace la Fundación UNAM por nuestra Universidad: financiación de proyectos de infraestructura, respaldo de notables investigaciones, rescate de su patrimonio histórico, entre otras cosas, y, sobre todo, apoyo, mediante becas, a alumnos con escasos recursos que, de otro modo, no podrían estudiar, acosados por las carencias económicas y múltiples necesidades familiares. La cantidad de becarios para 2018 es, simplemente, asombrosa.
Nadie que haya estudiado en la UNAM puede sustraerse de sentir un compromiso permanente con esa gran institución que es, sin duda, el mejor y más generoso proyecto de inclusión social y de desarrollo académico y cultural que ha sido creado por la nación mexicana. Y nadie que conozca lo que hace Fundación UNAM puede dejar de sumarse a su fantástica y ya ahora imprescindible labor.
Olvidé decir que, como muchos mexicanos, no podría entender mi vida y la grandeza de mi país sin la UNAM.
Director General de la Fonoteca Nacional