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El poeta se recuerda por sus “imágenes de una atroz belleza”, como las describió Salvador Elizondo. Por estos textos en que la luz es ciega. Por extensos territorios donde “Algo sangra, el tigre está cerca”. O por ese otro memorable poema en que del amor advierte: “Todo lo vence, compañeros,/vence a la muerte, ciudadanos,/porque es la muerte él mismo”. Pero Lizalde, además de ser un poeta deslumbrante, ha sido también una suma de tareas relevantes: editor, director de revistas y suplementos culturales, gran director de la Biblioteca México, a la que volvió una referencia iberoamericana, y militante convencido y luego lúcidamente crítico que, junto con Pepe Revueltas, animaba las discusiones de la célebre liga comunista “Espartaco”. Hay una imagen fílmica muy valiosa del gran documentalista Julio Pliego (México en los sesenta, antes de 68) en la que conversan Lizalde y Revueltas, en torno a una mesa de comedor, y a su espalda, sobre la pared casi vacía, se ve un dibujo del no suficientemente recordado Héctor Xavier, en una de esas memorables sesiones.
Lizalde ese uno de los grandes protagonistas de la vida cultural de México. Admirado por los poetas mayores a su generación como Octavio Paz y Alí Chumacero, lo fue también por los grandes de su generación: Montes de Oca, Elizondo, Fuentes, De la Peña.
Entre otras de las grandes tareas del poeta hay una poco considerada que yo elogio hoy a sus 90 años: la del gran productor y promotor audiovisual que ha sido. Durante años ha mantenido sesiones radiofónicas formidables, recuperando las voces de autores en grabaciones raras y extraordinarias, o realizado con puntualidad sus programas de divulgación de la ópera (La ópera ayer, hoy, siempre), que son ya emisiones clásicas. También sobre ello ha publicado artículos memorables, como uno de mis favoritos que comienza diciendo: “James Joyce quería ser Caruso. Y solamente sus más enfermizos estudiosos saben hasta qué punto no es esa una figura literaria”. Tuve, por cierto, alguna vez, el privilegio de entregarle para uno de sus programas de radio la voz de Apollinaire en una grabación de 1914 que fue editada por André Dimançhe Editeur y que fue grabada, dice el registro, el 27 de mayo a las 5 de la tarde en la sala V, del segundo piso de la Sorbonne. Perfecta grabación para los tesoros que rescataba, semana a semana, con notable obsesión.
Eduardo Lizalde, es necesario decirlo, fue un magnífico director de Medios Audiovisuales de la Secretaría de Educación Pública, director de Radio UNAM y director de Televisión de la República Méxicana (TRM), lugares donde soportó estoicamente las burocracias, dignificó los contenidos educativos y culturales, dio espacio para que los cineastas hicieran muy buenos trabajos documentales, y donde impulsó desde el rescate de acervos hasta la creación de una infraestructura antes inexistente. Además, junto con su gran amigo Julio Pliego, Lizalde realizó un registro cultural imprescindible en documentales cinematográficos filmados en cinta de 16 mm, que si no fuera porque nunca dejó Pliego de tenerlos consigo, se hubieran perdido para siempre (la casa entera de Julio, armarios y alacena incluidos, estaban abarrotados de latas de película). Entre los materiales que guardó celosamente Pliego, están aquellos resultado de su colaboración común, como la primera entrevista a Julio Cortázar en su primer viaje a México, sentado al frente del escritorio de la oficina de Alejandro Orfila, contando en blanco y negro sus primeras impresiones y sus opiniones sobre la literatura mexicana. A ellos dos les debemos, también, ese programa que Julio tituló: “Juan Rulfo: memoria de un aparecido”, donde Rulfo cuenta con sus lentes de pasta ancha y un cigarrillo en la mano: “Yo no tengo ningún mérito. El mérito es de Efrén Hernández quien sacó sus grandes tijeras podadoras y dejó los cuentos como se leen ahora”. Frente a él, sin salir a cuadro, la voz grave de Eduardo Lizalde va llevando la conversación con Rulfo, frente a la cámara emplazada por Pliego.
Durante mucho tiempo, en la extrañada primera época de Canal 22 en los años noventa, y luego en TV UNAM, desde su fundación y por casi una década, Eduardo Lizalde hizo largas series de difusión de esa su otra gran pasión, la ópera. En el programa Operomanía lo acompañaba el extrañado Ernesto de la Peña, su gran amigo. Como director que fui entonces de la televisión de la universidad, yo pretextaba la necesidad de acordar cuáles serían los temas de los siguientes programas para comer con ellos y escucharlos largamente, una vez cada dos o tres meses, en sesiones acompañadas de espléndidas anécdotas de los dos y donde la charla pasaba de una buena historia de Salvador Elizondo hasta los textos de Rilke; desde las múltiples versiones de una ópera que me obligaban a conseguir urgentemente para su programa, hasta López Velarde o las referencias a la ciudad, monstruosa y destruida ya irremediablemente.
Lizalde, lo sabemos, es el autor de una obra poética excepcional, pero cumple también como buen poeta con su labor de vidente. Recupero ahora su ensayo “El sectarismo que no se atreve a decir su nombre”, publicado en el número 19 de la revista Vuelta en junio de 1978, luego de la célebre controversia de 1977 entre Octavio Paz y Monsiváis. Más allá de la anécdota, retomo un párrafo que pareciera escrito para defendernos en estos aciagos momentos: “No quiero terminar sin referirme brevemente al asunto de la cultura y de la libertad de expresión que, para el caso, son prácticamente lo mismo. La cultura no hace avanzar visiblemente al mundo, pero su represión sistemática muy visiblemente lo detiene”. Hablar de Lizalde: “No es tarea, ya se advierte, que pueda agotarse en estas pocas líneas”, como escribiría él mismo. Vaya el homenaje a los excepcionales 90 años de una presencia indispensable y a una obra fundamental.