Tenochtitlan significa tuna sobre piedras. El nombre carga el peso de un símbolo muy poderoso: aquí la vida florece en las condiciones más improbables. De la piedra estéril, nace la vida en forma de una tuna; de un lago, crece una ciudad. En México-Tenochtitlan la grandeza ha echado raíz más allá de los cimientos de lo improbable; abajo de la inclemente piedra ha encontrado un lago que la nutre de posibilidades. La ciudad se cimbra, pero nunca se desvanece. Un viejo proverbio náhuatl dice que mientras exista el mundo no acabará la gloria y la fama de esta ciudad; casi setecientos años después la urbe sigue en pie con toda esa misma fortaleza. Ésta es México-Tenochtitlan, la capital del país.
Hoy su grandeza está en su máximo esplendor porque no recae en su estética ni su arquitectura. Hoy la grandeza de México es su gente. Recorro la ciudad minutos después del terremoto y me encuentro una escena conmovedora. La ciudad se ha llenado de un extraño zumbido: miles de motociclistas han salido con palas y cascos; como una legión de abejas que recorre las calles en busca de sitios para ayudar. No están solos, la fluidez del agua ha vuelto a la metrópoli: ríos de personas que caminan hacia las escenas de los derrumbes; traen víveres y mucha urgencia de ayudar. Lo que ocurre puede parecer extraño pero es fácilmente explicable: es el espíritu de resiliencia con el que se fundó esta capital. Minutos después de vivir un gran desastre, millones de mexicanos tienen un primer instinto que parecería contraintuitivo: en lugar de alejarse de las zonas de peligro, se adentran en ellas a intentar lo imposible: rescatar, ayudar, salvar vidas.
La historia de esta ciudad es la historia de la domesticación de lo que algunos escépticos llaman lo imposible. De resistir las situaciones más arduas y salir adelante. Al llegar a estos territorios del centro del país, los mexicas fueron obligados a quedarse en los alrededores del lago porque los pobladores originales creyeron que ahí era imposible sobrevivir. No sólo lo lograron sino que conquistaron el islote y fundaron la ciudad más urbanísticamente avanzada de su época. A más de dos mil metros sobre el nivel del mar, rodeada de volcanes activos, un lago cuya agua era imbebible y en plena zona sísmica, México-Tenochtitlan se erigió como la improbable capital de una de las grandes culturas que ha dado la humanidad. Cuando los españoles llegaron, decidieron que las complejidades naturales del valle no les eran suficientes, ellos extenderían su ciudad sobre el agua. La urbe en la que vivimos es la prueba de que nada es imposible.
Salgo en la madrugada porque imagino que con la lluvia y la oscuridad harán falta manos. Me equivoco. Hay miles de brigadas de jóvenes esperando su turno para ayudar. Son estudiantes de todas las clases sociales, hombres y mujeres con casco, chaleco y un ánimo invencible. Héroes anaranjados en la noche. Luz. Mientras esperan su turno, otros cientos de personas les ofrecen comida, agua, medicina, todo de forma gratuita. Hay un orden espontáneo dentro del caos de la tragedia: la ciudad convertida en pequeñas ciudadelas con campamentos, enfermeras, psicólogas, choferes y hasta un grupo de voluntarios que pasa con bolsas de basura recogiendo lo que otros han dejado. No hay hueco sin ayuda, los ciclistas llegan a donde no pueden lo carros, las cadenas humanas se pasan los víveres y los supermercados y tiendas especializadas están abarrotadas: no son compras de pánico, son compras de ayuda. El incauto que decidió ir a comprar ventiladores observa apenado como a su alrededor decenas de personas llenan sus carros de palas, linternas y guantes. En el Valle de México podrán faltar muchas cosas, pero ésta es la ciudad en la que sobra ayuda.
“En tanto que dure el mundo, no acabará, no terminará la gloria, la fama de México-Tenochtitlan”, dice aquel poema náhuatl. Esa fama nos ha traído a todos a este valle. Así se ha construido la ciudad moderna, con el trabajo incansable de los pueblos indígenas, las telas de los libaneses, los colegios de los españoles, la comida de los argentinos, la literatura de los colombianos y chilenos, la música de los veracruzanos, los bailes de los tapatíos, la comida de los oaxaqueños y tantos otros más. Pero, sobre todo, con esa idea de que vengamos de donde vengamos, ésta es nuestra ciudad y es una sola.
Hoy la ciudad recobra su esencia acuosa; las lágrimas han inundado la vieja capital azteca. No es sólo la tragedia, sino la increíble solidaridad humana la que nos ha llevado al llanto. En estos días todos hemos llorado pero, sobre todo, hemos llorado de vernos unos a los otros ayudando. De vernos bajo la lluvia, bajo los escombros, bajo la noche, cavando para alzar, hincándonos para levantar. Desde los sitios de los derrumbes, los rescatistas alzan el puño para pedir silencio, pero el gesto del silencio trae implícita una muestra de resiliencia. De hoy en adelante el escudo de esta ciudad es un puño alzado que parece decir: silencio, que aquí hay fuerza y solidaridad. Nunca más podremos hablar de la misma forma de este México. Hoy no hay viejos y jóvenes, ricos y pobres, hoy hay un solo México, el de los héroes. En muchas cosas seremos impuntuales, pero siempre llegamos a tiempo para ayudar.
Que quede claro: esta ciudad no tiene 190 años como un gobernante ignorante nos quiso hacer creer. Esta ciudad fue fundada en 1325 contra todo pronóstico y con toda gloria. Que quede claro: está ciudad no se llama Ciudad de México como nos lo han querido imponer. Ésta no es la Ciudad de México, es la Ciudad de Todos los que la necesiten y estén dispuestos a vivir bajo su filosofía de que nada es imposible. Esta ciudad se llama México-Tenochtitlan, ese es su verdadero nombre y su verdadero espíritu. México-Tenochtitlan, la ciudad que desde la piedra labró la imposible grandeza de la vida. La ciudad que desde los escombros de una tragedia alzó un brazo y amarró su dolor en un puño de victoria.
Analista político
***En la foto: Hoy hay un solo México, el de los héroes. En muchas cosas seremos impuntuales, pero siempre llegamos a tiempo para ayudar. (ARCHIVO. EL UNIVERSAL)