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“Lloré porque de niña le clavé un alfiler a un saltamontes y se fue saltando”. Así empieza la primera novela de David Guajardo, Alfiler (Editorial Montea, 2017). Una historia de (des)amor contada desde el punto de vista de uno de los dos involucrados. Los ingredientes son típicos de la época; la distancia que separa a los amantes, el WhatsApp, un narrador absorto en sus propios pensamientos y su incapacidad de vivirlos. Pero al mismo tiempo, la novela parece luchar por mantener su esencia análoga a través de la obsesiva compulsión del narrador por los anfibios y reptiles. De tal forma que el amor entre el narrador y su chica es simbolizado por dos ranas que guarda en una pecera: ante la inmensidad de la distancia que los separa, sólo el croar de los anfibios. Esta enunciación simbólica construye un espejismo literario: da la impresión de que la historia verdaderamente sucede dentro de la pecera. Esta idea es reforzada por las constantes reflexiones en torno al mundo digital; la pecera está hecha de la falsa idea de hogar que construyen las redes sociales y la comunicación digital: ¡Chinga tu Madre Internet! —grita el narrador en una búsqueda de un poco de aire.
Alfiler es efectiva en construir un sentimiento de angustia e intriga: te obliga a pasar sus páginas en busca de un resquicio de aire o una bocanada de libertad. Alfiler se siente como el desamor debe sentirse. La novela podrá no ser apta para claustrofóbicos pero se da constantemente a momentos de ingenioso humor y sensual ternura: “Haríamos el amor como las ranas: esperma como espuma de champán”, dice como si fuera un Leonard Cohen que pasó demasiadas horas en el zoológico. En Alfiler se siente el ardor y la dificultad de las relaciones contemporáneas. Una lucha constante entre el mundo análogo de las ranas y el mundo digital en el que ellos están forzados a vivir. Como suele suceder hoy en día, en este amor hay mucha más ficción que realidad, mucho más símbolo que mundo. El libro pasa rápido y ligero, se escurre como una rana en su camino al estanque; y al final es claro que Alfiler confirma que los seres humanos somos saltamontes llenos de alfileres y que no hay más remedio que seguir saltando.
*Escritor y analista político