Ingresé a la Facultad de Derecho de la UNAM en febrero de 1963. En aquella época, los cursos eran anuales y todavía no se adoptaba el calendario escolar ahora en vigor. Sólo permanecí unos meses, pues mi padre fue enviado como embajador a Portugal y en septiembre reinicié mis estudios en la Facultad de Derecho de la Universidad Clásica de Lisboa.

Regresé cuatro años más tarde, cuando estaba por concluir mi carrera en Lisboa. Para titularme en la UNAM debía cursar más de la mitad de los estudios profesionales aquí, por lo que revalidé una parte de lo cursado en el extranjero y en 1967 me reincorporé a mi Facultad de origen, donde cursé los últimos tres años de la carrera, acompañando a la generación que había entrado en 1965. De esta manera formé parte de dos generaciones: la de inicio, de 1963, y la de conclusión, de 1965. Algunos amigos muy queridos de ambas generaciones ya fallecieron, como Jorge Carpizo, Javier Dueñas y José Francisco Ruiz Massieu.

Siendo estudiante de cuarto año me tocó vivir el conflicto de 1968. A la sazón también colaboraba en las secciones editorial y cultural del diario Excélsior, invitado por don Julio Scherer García y don Hero Rodríguez Toro, y allí consigné varias impresiones sobre el movimiento en el que participé al lado de muchos de mis compañeros de estudios.

En 1968, los estudiantes universitarios estábamos convencidos de que podíamos contribuir a la forja de un sistema democrático en el país. Esta convicción se veía reforzada por un entorno que propiciaba el optimismo, en especial en cuanto a las posibilidades de desarrollo profesional. En contraste con la estrechez de las opciones políticas para los jóvenes, el ámbito laboral correspondía al dinamismo de la expansión económica que entonces se vivía en México.

Aunque el panorama se enturbió por la tragedia de Tlatelolco, el movimiento del 68 desencadenó un proceso de cambio paulatino en los estilos políticos y más tarde, también en las instituciones. La culminación se produjo nueve años después, en 1977, cuando la reforma política levantó la proscripción impuesta al Partido Comunista y propició el advenimiento progresivo del pluralismo político.

En ese contexto, la juventud tuvo un nuevo horizonte de participación y, en medio de la estabilidad económica y de un ambiente más o menos ordenado, pudo desarrollarse con la certidumbre que ofrece la posibilidad de hacer planes a largo plazo. Sin embargo, este impulso se fue agotando porque la consolidación democrática se ralentizó y las condiciones del país fueron cambiando en sentido negativo. Al paso del tiempo, el régimen de gobierno se estancó, el crecimiento económico se detuvo, aumentó la violencia delictiva y se multiplicaron la inequidad social y la corrupción. La juventud comenzó a vivir en el escepticismo.

A los centros universitarios les correspondió la tarea de mantener vivas las expectativas de las nuevas generaciones, a pesar del entorno adverso en el que les tocó vivir. Aquí fue donde apareció la Fundación UNAM, en 1993. Desde su inicio adoptó una política de apoyo decidido a los estudiantes de menores recursos económicos, para que no se vieran en la circunstancia de depender de sus familias ni de abandonar sus carreras. La Fundación fue una respuesta oportuna para estimular a la juventud universitaria en medio de un ambiente donde crecía la duda y aumentaba la desconfianza en las instituciones públicas.

En sus ocho primeros años de actividad, la Fundación otorgó 33 mil becas, y en 2000 recibió y canalizó donativos por un monto de 57 millones de pesos. Para 2017 ya había multiplicado las becas, agrupándolas en 12 especialidades. Sólo las de manutención fueron 63 mil ese año, y los donativos alcanzaron 640 millones de pesos, 11 veces más que 16 años antes.

Además de las tareas directas de la Fundación UNAM, su fructífero trabajo contribuye a la cultura filantrópica en México y representa un factor para alentar el optimismo entre la juventud universitaria. Los estudiantes de nuestro tiempo saben que la institución en la que estudian figura entre las mejores del planeta y la sociedad a la que desean servir les brinda un apoyo que se traduce en mejores oportunidades de formación profesional.

La Fundación UNAM es una organización ejemplar, integrada por personas que entregan su trabajo a la causa de la juventud. Su intensa labor beneficia la docencia, la investigación y la extensión cultural que lleva a cabo la UNAM y muestra a los estudiantes universitarios lo que implica la solidaridad, sin la cual es imposible construir una sociedad donde prevalezcan la justicia, la equidad y las libertades.

Comencé mi vida universitaria en el periodo rectoral de Ignacio Chávez. Fue una etapa de importantes transformaciones en la vida institucional. Me incliné por la vida académica y encontré en el Instituto de Investigaciones Jurídicas y en la Facultad de Derecho espacios estimulantes y enriquecedores. La UNAM no ha dejado de cambiar. Sin duda se trata de una de las instituciones más dinámicas del país, que anticipa e incluso propicia la evolución de la sociedad y del Estado.

En la travesía de la UNAM de las últimas tres décadas, la Fundación ha sido una aliada fundamental. Es un ejemplo elocuente de la convergencia de objetivos y de la complementariedad de los sectores público y privado, en pro del desarrollo con equidad a través del conocimiento.


Investigador emérito de la UNAM

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