David Huerta

Las grandes almas que la muerte ausenta

31/01/2018 |01:50
Redacción El Universal
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Nunca los vi en persona pero he sentido su muerte, a principios de 2018, como si los hubiera tratado asiduamente. Las narraciones extraordinarias de Ursula K. Le Guin y los robustos poemas/ antipoemas de Nicanor Parra son parte cardinal de la sustancia con la que muchos hemos sido formados en estas décadas, las finales del pasado siglo, y los años que van de éste.

En un video hecho en la ciudad de Portland, Oregon, Ursula K. Le Guin lee el principio de una novela suya titulada Lavinia. Esa lectura pública tuvo lugar en una de las librerías más hermosas del mundo: Powell’s, llamada City of Books. Le Guin era la reina de Portland, pero su partida ha tocado profundamente a millones de lectores de todo lugar, que la han seguido libro a libro a través de sus vidas. Durante la lectura de esas páginas iniciales de Lavinia, la presencia de Le Guin iba creciendo a mis ojos, gradualmente, hasta volverse la de una gran maga blanca que une los mundos, desde el Lazio de Virgilio hasta los planetas imaginados por ella para su gentil utopía situada en “la mano izquierda de la oscuridad”. ¡Y la fantasía torrencial de Earthsea y los cuentos y los ensayos! Era una escritora pródiga, llena de luz, con los ojos bien abiertos y una personalidad a la vez cordial y majestuosa.

De Nicanor Parra conservo un recuerdo indirecto pero conmovedor. Sucede que en un festival de poesía organizado en México a fines de los años 80, al que ese chileno fue oportunamente invitado, el dictadorzuelo de su país le obstaculizó la expedición de los permisos entonces necesarios: de plano, le impidió viajar a nuestro país. Me dio la viva impresión de que en el festival a nadie le importó gran cosa esa prohibición; yo, también invitado a las lecturas públicas, decidí no leer mis poemas y dedicarle el tiempo que me habían asignado a la lectura de un puñado de antipoemas de Parra. Me aplaudieron un poco y dejé el estrado; mantuve mi impresión de la indiferencia generalizada ante la escandalosa ausencia de Nicanor Parra en México. Pero entonces un poeta me felicitó por mi pequeño gesto de solidaridad con el gran chileno: Octavio Paz me dio una palmada cordial en el hombro y me dijo, emocionado: “Hizo usted muy bien, Huerta”. Nunca lo olvidaré.

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Sé de más de cuatro que se extrañarán de que en mi corazón de lector convivan sin discordia una fabulista norteamericana y un antipoeta chileno, en apariencia muy diferentes. Pero yo sé mi cuento, un cuento al mismo tiempo hecho de versos y de historias. No veo la discordia por ningún lado cuando me imagino a Nicanor Parra y a Ursula K. Le Guin. Los amo y me entiendo con ellos perfectamente, o tan imperfectamente como nos lo permite nuestra común condición. Ahora los dos se han ido, se han ausentado, y la imprenta en sus múltiples vertientes los venga de las injurias del tiempo. Lo sentenció Quevedo y lo tenemos presente sin cesar.