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Nunca he podido echarle el guante al libro de Emilio Carilla sobre el gongorismo en América, pero puedo imaginarme por dónde van sus noticias y valoraciones críticas. Desde luego, un mexicano medianamente enterado sabrá que en esa obra debe figurar en lugar notable sor Juana Inés de la Cruz; si no lo sabe, entonces que examine con lupa cierta “edición” de los billetes de 200 pesos en la que aparece un libro abierto con los primeros versos del Primero sueño impresos con letras tamaño pulga (de ahí la necesidad de la lupa): podrá leer allí el nombre de Luis de Góngora como el modelo al que imita la monja jerónima. Lo imita en el sentido clásico o renacentista del término: homenajea, cita, reconfigura, glosa.
Una vez le oí decir a Darío Jaramillo Agudelo que su lugar de origen, Colombia, “es el país más gongorino de América”. Le acababa yo de presentar al eminente Antonio Carreira, gran estudioso de Góngora. Darío Jaramillo dijo aquello con una sonrisa que sin duda Carreira entendió: el colombiano aludía con esa frase al descomunal “Poema heroico” de su paisano Hernando Domínguez Camargo (1606-1659), jesuita que en casi 10 mil versos celebró la vida de Ignacio de Loyola en octavas plena e intensamente gongorinas.
Leí por primera vez a Domínguez Camargo en la antología de Gerardo Diego titulada En honor de Góngora, uno de los libros de oro publicados en 1927, año que es al mismo tiempo el del tercer centenario de la muerte de don Luis y la fecha con la que conocemos a la generación más brillante de poetas españoles de los tiempos modernos: son poetas de la Generación del 27 Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, entre otros. Dámaso Alonso, miembro del grupo, hizo los trabajos precursores del gongorismo moderno. Hacia 1950 el mismo Alonso reconoció las valiosísimas tareas del mexicano Alfonso Reyes en este campo de estudios.
Las almas simples de la actualidad, me consta, se apresuran siempre a condenar a Góngora: lo tachan, cómo no, de aristocrático, hermético, enredado, y cuantas palabras descalificadoras se utilizan en nuestros días, y se dan prisa para condenarlo porque no supo “hablarle al pueblo”. Ignoran cuánto nos dio don Luis a quienes amamos la poesía; pero no nada más a nosotros, sino a todas las naciones hispanohablantes: basta revisar, por lo pronto, la página 325 del precioso libro de Antonio Alatorre sobre la historia de nuestra lengua para ver las aportaciones gongorinas (solamente en el plano del vocabulario) a las comunidades que hablan nuestro idioma.
Esos antigongorinos ignoran también el tema profundo del gran poema de don Luis: las Soledades, una épica de la paz (lo dijo Mercedes Blanco) y un hermosísimo, suntuoso, sincero, desafiante, rebelde homenaje a la gente del campo. No podemos esperar mucho de esas mentes sencillas, prisioneras de ideas fijas y aquejadas de limitaciones incurables. Qué le vamos a hacer.