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Hace muchos años, un par de conferencias sobre Rubén Martínez Villena, poeta y revolucionario, y su libro La pupila insomne, nos abrió los ojos a muchos jovenzuelos curiosos hacia panoramas prácticamente ignorados de la cultura literaria latinoamericana. El conferencista era Roberto Fernández Retamar.
En esos años —hablo de la década de 1960— yo veía a Retamar como una especie de hermano mayor. Lo admiraba por su vasta preparación y su talento poético. Su amistad con mi padre favoreció ese vínculo de segunda generación.
Luego hubo un distanciamiento entre Retamar y yo. En 1984 publiqué mi opinión sobre las primeras ediciones cubanas de Borges posteriores a la revolución de 1959. Celebré que se hubieran hecho, pero pregunté con malicia, lo reconozco: ¿por qué se tardaron 25 años en dar a conocer a Borges a los jóvenes cubanos?
Durante un viaje a Cuba fuimos a verlo a Casa de las Américas y nos presentó a un par de escritores de las Juventudes Comunistas. Nos preguntaron si ya habíamos resuelto el feo “problema de los indios” (la rebelión del EZLN) y se compadecieron de nosotros porque no los habían exterminado como el lastre que eran, según ellos. Retamar estaba visiblemente incómodo por el racismo y el clasismo de esos muchachos y desvió la conversación.
Hubo otros incidentes y roces, que ya no cuento. Retamar y yo tratamos de salvar lo salvable. Le refrendé mi admiración por su poesía. En alguna carta me planteó un asunto espinoso: él esperaba que yo pensara igual que mi padre. ¿Por qué debería yo pensar igual? Pues Retamar lo proponía como una especie de deber, un deber al que él entregó sus vigilias, su trabajo y también su poesía. El deber de un revolucionario.
Con el trasiego de libros por cambios de domicilio perdí mi ejemplar de Calibán, el ensayo de Retamar que respondía al Ariel de José Enrique Rodó. El ejemplar estaba seguramente dedicado; es una lástima que ya no lo tenga. Lo he recuperado en cierto modo gracias a que mi amigo José Luis Gutiérrez me regaló una fotocopia. Los títulos shakespereanos con nombres de personajes de La tempestad forman un juego dual que yo convierto en un triángulo. Lo hago así pues tomo en cuenta el formidable ensayo de Stephen Greenblatt sobre la figura del mismo Calibán que Retamar tomó para su libro y “resignificó”, como ahora se dice; el pensador y crítico norteamericano lo hizo también, pero con mayores alcances, en mi opinión, y asimismo desde posturas de izquierda.
Pablo Neruda se disgustó con Retamar y lo llamó “sargento”. Nunca se pudo quitar el apodo infamante. La reprobación cubana a Neruda persistió a lo largo de los años. El tremendo poeta chileno era un adversario formidable.
La muerte de Roberto Fernández Retamar me ha dejado melancólico y con una dolorosa conciencia de las pérdidas que desencadena la política, de los desencuentros amargos que propicia. Releo su poesía como una especie de consuelo.