Nunca está de sobra recordar la fuerza de la literatura para ofrecernos vías de escape. ¿Escape de qué? De la realidad, ni más ni menos. De la violencia criminal, de la desazón política, de las campañas electorales, de los temblores de tierra, de las inundaciones y los incendios, de los huracanes, de la histeria futbolera, de la zozobra económica, de las grietas innumerables en la vida social.

Hay quienes afirman, vociferando, que no hay que alejarse nunca de la realidad, que debemos vivir inmersos en ella, que nuestra obligación es prestarle atención continuamente e incorporarnos todo el tiempo en sus territorios hirsutos. Pero hay quienes decimos que no, que no debe ser así; que estaremos mejor en la realidad si a veces nos fugamos de ella, para después regresar, quizá con noticias de otros lugares. Es aquí, en este punto, donde encontramos las virtudes de la literatura como instrumento de fuga, como camino para alejarnos de la tozuda realidad.

Algunos opinan que lo ideal para cumplir con esa extraña tarea es un poema exquisitamente “cincelado”, ajeno a las vicisitudes materiales y perfecto en su impasibilidad marmórea; un poema “puro”. Pero ese tipo de poesía no me resulta útil para evadirme; ignoro las razones de esa incapacidad (mía o del poema “puro”), pero prefiero de todas-todas los cuentos, en especial si son fantásticos o sobrenaturales o mágicos. Los cuentos de la imaginación que tanto le gustaban a Edmundo Valadés, el inolvidable maestro que nos guió, con amabilidad y sabiduría, por diversos países de la literatura, como conversador y como editor.

Fue Valadés o fue mi padre quien me habló de Julio Cortázar por vez primera. No importa; leí los libros cortazarianos con auténtica avidez, aun los menos satisfactorios, como los de su etapa de compromiso político. Cuando recorrí las memorias de Juan Goytisolo evoqué los años de las rupturas en torno a Cuba y el tristísimo papel de Cortázar en ello. Pero sus cuentos siguen acompañándome. En estos días he emprendido una relectura en forma de esas fábulas.

He procurado allegarme lo más parecido a las ediciones originales que hay en las librerías de lance de los títulos que no tengo, o que tuve y perdí. No las primeras ediciones, no, que suelen ser carísimas; sino reimpresiones de aquellas, que son más accesibles. Así me he hecho de Bestiario y de Las armas secretas, que releí con enorme gusto.

Cortázar era parte central y definida del paisaje literario de hace algunas décadas. Su figura se ha desvanecido, se ha afantasmado. Eso se debe quizás a que muchos de sus temas y de sus hábitos estilísticos están malamente fechados; dicho a la manera coloquial: no siempre ha envejecido bien. Pero lo que puede salvarse de esas páginas es de un valor muy grande. Algunos de esos cuentos son magistrales. Otros son conmovedores, asombrosos, desasosegantes.

El reencuentro con sus historias ha sido formidable.

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