Soy, debo decirlo con orgullo, un hijo de la mayor universidad pública de México. En la UNAM he hecho la totalidad de mis estudios, desde la licenciatura hasta el doctorado. De ella he recibido no sólo un método, sino algo mucho más profundo: la necesidad de jamás darme por satisfecho y crear siempre nuevos conocimientos, con la mirada puesta en la eternidad que, como dijo William Blake, está enamorada de las obras del tiempo. Porque, además de los títulos académicos que la UNAM me ha concedido (el más alto es, desde luego, el de Doctor Honoris Causa), mi Alma Mater me ha proporcionado un título sencillo: el de ser humano. Parodio a César Vallejo: tal me recibo de hombre.

Ingresé en la UNAM el año de 1957. Me atreví a cursar, de modo simultáneo, dos carreras, la de Filosofía y la de Derecho. Por supuesto, tuve que elegir entre una y otra y me decidí por la de Filosofía. Pero la doble experiencia me permitió recibir la enseñaza de dos profesores inolvidables: Luis Recaséns Siches y Guillermo Floris Margadant. No hacía 20 años que México había acogido al exilio español: tuve la fortuna de ser un alumno de las cátedras magistrales que impartían José María Gallegos Rocafull y Eduardo Nicol. Mi generación pudo gozar de un privilegio: el de enlazar a los profesores de la madurez y de la juventud. Recibí la última clase que dictó Samuel Ramos y la primera que dio Adolfo Sánchez Vázquez. Fui alumno de Francisco Larroyo y Eli de Gortari, al mismo tiempo que de aquellos profesores que apenas habían vuelto de Europa, donde habían obtenido su doctorado (Luis Villoro, Ricardo Guerra). También de María del Carmen Millán y Antonio Alatorrre. ¿Qué me otorgaron estos profesores? Por encima de todo, rigor, la recta convicción de que es necesario realizar el mejor de los esfuerzos y jamás darse por vencido en la batalla que los filósofos sostenemos con la palabra y el pensamiento.

Para mí no se trataba tan sólo de asimilar las tesis de nuestros profesores. Había algo en aquel ambiente universitario que, podría decirse, se hallaba más allá de las aulas, aunque proviniera de ellas: un mundo de ideas en ebullición, la lucha del pensamiento consigo mismo y con el pensamiento de los demás. Daré un solo ejemplo. La primera clase que recibí en la Facultad de Filosofía y Letras fue la de Nicol (Presocráticos). Al fin de la exposición, un alumno de cuyo nombre no puedo acordarme preguntó cuál sería el libro de texto que llevaríamos en el curso. La respuesta de Nicol fue una verdadera cátedra de rigor y de excelencia que, desde luego, se extendía mucho más allá del salón de clase. Ningún libro de texto; hay que ir a los autores mismos; leerlos con pasión y por cuenta propia. Hay que arrojarse al agua: el que sepa nadar alcanzará la otra orilla; el que no sepa hacerlo, se ahogará.

¿Se advierte lo que late en esta enseñanza? Ninguna complacencia, nada que pueda indicar una actitud benevolente hacia los alumnos. Audacia, exigir lo mejor de nosotros mismos, pensar por cuenta propia, enfrentarse sin temor a los retos, leer a los más grandes autores con valentía, elevar nuevas preguntas (para las que habrá siempre nuevas respuestas).

He tratado de ejercer estas enseñanzas profundas a lo largo de mi vida, pues he sido profesor de materias filosóficas en la Escuela Nacional Preparatoria y en la Facultad de Filosofía y Letras. He intentado seguir la máxima que postuló el poeta Antonio Machado por boca del profesor apócrifo que recibía el nombre de Juan de Mairena: desconfiar de nosotros mismos, ejercer una duda sistemática, hundirse en lo más profundo de los textos, con el oído atento a todos los matices, extrayendo de ellos nuevas enseñanzas. Leer (y releer) porque cada lectura es un acontecimiento inédito: el texto parece cambiar en la medida en que nosotros lo hemos hecho.

¿Cómo puedo retribuirle a la UNAM lo que me ha proporcionado, la vida que le debo, los placeres intelectuales que me ha dado? A todo derecho corresponde una obligación. La obligación que desprendo de todas las enseñanzas recibidas de mi Alma Mater, de la madre que me nutrió de vida y conocimientos, es la de tratar de hacer mi trabajo lo mejor que me sea posible.

Me complace, además, felicitar de manera más calurosa a la Fundación UNAM por los 25 años de su fructífera existencia.

Jaime Labastida

Director de la Academia Mexicana de la Lengua

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