Si es cierto que el eje de la política mundial se desplaza de la contradicción entre izquierda y derecha, a la que antepone la democracia liberal contra el populismo, como creemos muchos, las mayorías parlamentarias, decisión de los electores, no son ni buenas ni malas, partiendo de la preocupante observación de que la mayoría suele equivocarse, la antigua y plausible objeción contra la democracia.

Esas mayorías parlamentarias son virtuosas cuando funcionan como contrapesos al poder presidencial, por ejemplo, o imponen un freno a la autonomía de los jueces. La independencia judicial extirpó, en Italia, la corrupción de los partidos, pero tuvo como efecto perverso el desprestigio de la política de la cual surgió Berlusconi, el maestro de Trump y de algunos otros populistas. En el Brasil, a su vez, los jueces, escudados en su independencia, sacaron de la jugada a Lula, encarcelándolo y abriéndole el camino al despreciable Bolsonaro. También, desde luego, el Legislador puede ser dictatorial y terrorista, como durante la Revolución francesa.

Ha habido mayorías parlamentarias aterradoras como la que aupó a Hitler en el poder, en 1933, cuando los nazis la lograron gracias al apoyo de centristas y conservadores, a los que muy pronto liquidaron o absorbieron. En el sentido inverso, la IV República francesa nació de las legislativas constituyentes de 1945, gracias a la mayoría de una izquierda que aceptó, implícitamente, no tener el poder. Y no lo tuvo sino hasta 1981, con Mitterand.

Todavía es temprano para saber si los gobiernos divididos de la alternancia (1997–2018) desprestigiaron sin remedio a la democracia entre los mexicanos o si fue la urgencia por contar, otra vez, con un presidente fuerte y paternal, lo que determinó el arrollador triunfo de Morena en julio pasado. Ya lo veremos en tres años.

A diferencia de sus vecinos del sur, los estadounidenses, el pasado martes 6 de noviembre, le arrebataron al Partido Republicano su mayoría en la Cámara de Representantes, lo cual volverá una ordalía la segunda parte del mandato de Trump. Pero el presidente aún no es el consabido “pato cojo”, fortalecido en el Senado y con gente suya en la Suprema Corte, así como con una base electoral todavía inmutable. Para quienes aborrecemos el populismo, lo ocurrido el martes es un alivio. Pero no hay que olvidar que la costumbre es una segunda naturaleza: en los Estados Unidos es habitual ver castigada a la Casa Blanca en los comicios intermedios.

La pregunta es qué harán los demócratas con su mayoría. A la distancia resulta asombrosa la necedad de ese partido —o su masoquismo— al respaldar un sistema electoral del siglo XVIII, que por los menos en dos ocasiones recientes —Al Gore y Hillary Clinton—, los ha privado de la presidencia habiendo ganado el voto popular. El dogma del Colegio Electoral parece intocable en un país donde se vota en martes porque el domingo es para ir a la iglesia. Pero allá ellos, los demócratas. Por lo pronto, tienen que decidir si se ensañan con Trump, con el riesgo de convertirlo en una víctima a reelegirse en 2020, o si levantan un verdadero programa alternativo para las mayorías trabajadoras que les dieron la espalda hace un par de años, abandonando el multiculturalismo identitario tan propio de la izquierda en los Estados Unidos. Esto último parece improbable y los republicanos saben que sosteniendo sus rivales esa agenda, a su manera también antiliberal, será fácil conservar la presidencia. La otra está en la fabricación de una figura carismática por encima de la vieja política, es decir, ofrecer un Trump demócrata, quien podría ser el antiguo alcalde de Nueva York, el inconstante Michael Bloomberg.

En los tiempos del viejo PRI, durante el siglo pasado, se prefería en Washington a un presidente republicano que a un demócrata, pues entonces los burros —que son la marca electoral de ese partido— solían ser más proteccionistas que los elefantes republicanos. No es improbable que en el capitolio, los demócratas le empiecen cobrando la cuenta a Trump rechazando o cercenando el nuevo acuerdo comercial con México y Canadá. También es predecible que la nueva mayoría sea más compasiva —pedir otra cosa es mucho pedir— con los migrantes, así como con los dreamers, protegidos por Obama y amenazados por el energúmeno. Como sea, en un mundo donde los populistas leen Cómo mueren las democracias como si fuera un manual de autoayuda, noticias como la victoria demócrata del 6 de noviembre, son un respiro.

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