A un año de la victoria de Trump las explicaciones del desastre que su victoria ha significado para los valores liberales no van más allá de lo instintivo: aquello, también en mi opinión, fue repugnante porque las pulsiones racistas (tomar la revancha de los ocho años de Obama) y misóginas (impedir que una mujer, Hillary Clinton, gobernase) encandilaron a un electorado ignaro y resentido, heredero, acaso, de la Confederación vencida en 1865. Pero el asco, el pesar y la decepción, no son suficientes ni para explicar la derrota ni mucho menos para revertirla. Noqueados, los demócratas aquel 8 de noviembre, pese a sus predecibles victorias de esta semana, no aciertan a reinventarse y ni siquiera parecen intentarlo, como si el 2016 fuera sólo un horrendo accidente sujeto a repararse con el regreso a la sensatez de algunos miles de votantes.

De lo que he leído, lo más convincente es el reciente panfleto de Mark Lilla (The Once and Future Liberal. After Identity Politics, Harper, 2017), filósofo de la política especialista en la afición de los intelectuales por la tiranía y docto en la naturaleza del pensamiento reaccionario, actualmente profesor en la Universidad de Columbia. Trump, según Lilla, terminó por romper el consenso entre los liberales (que en Estados Unidos comprenden a una izquierda socialdemócrata más inclusiva que necesariamente estatista o igualitaria) que databa del New Deal (1933–1945) de Roosevelt, sustituido, en los años sesenta, por el mito de Kennedy y por la Gran Sociedad (1963–1973) proyectada por Johnson. Y Trump ha cambiado, a su vez, las reglas del consenso conservador —Nixon no alcanzó a desmantelar el contrato social de su predecesor— impuesto por Reagan en 1980.

El patriotismo social rooseveltiano mutó en un Estado benefactor que se blindó recogiendo los derechos civiles, primero, y al multiculturalismo después. Al convertirse en el partido de las identidades raciales, étnicas, culturales y sexuales, los demócratas —lo mismo ocurrió con la izquierda francesa, tan ideologizada a diferencia del liberalismo norteamericano y ello explica a los viejos comunistas votando por Le Pen— abandonaron la causa de las mayorías trabajadoras, depauperadas por la globalización y a quienes la crisis de 2008 mortificó aún más. Ese énfasis en la individualidad intocable y permanentemente agredida, divide y no une, volviendo imposible repetir los antiguos consensos sociales y morales del liberalismo norteamericano, asegura Lilla.

Para decirlo a la manera de Gabriel Zaid, el Partido Demócrata, con la complacencia de los Clinton y Obama, se volvió un partido universitario cuya clientela estaba en el campus, no en el percudido cinturón industrial. El giro identitario del liberalismo coincidió, explica Lilla, con el extremo individualismo crematístico proclamado por Reagan y los Bush, creando, a la izquierda y a la derecha, una ciudadanía mirándose en el ombligo de la etnia, la raza o del género, por un lado, y del dinero, por el otro, pero ajena al bien común. Tan extremo fue el individualismo reaganiano que el presidente ex actor sólo simulaba apoyar las causas comunitaristas de la derecha republicana, esas de las que Trump alardea.

¿Cómo reparar al liberalismo y al Partido Demócrata en particular? Abandonando la política de la identidad y retomando la política a secas. ¿Cómo lograrlo? Ganando elecciones populares y no simpatías universitarias. Es aquí donde el diagnóstico de Lilla se queda corto. En Letras libres (noviembre), Jesús Silva–Herzog le pregunta a Lilla, reseña mediante, cómo ser liberal sin la agenda identitaria. ¿Escondiéndola, repudiándola?, me pregunto yo. ¿Conformándose con una versión metafísica del liberalismo?, inquiere Silva–Herzog.

Yo no iría tan lejos. Recibo a diario correos electrónicos automáticos de los demócratas y en ninguno se habla, desde hace un año, de empezar por el principio, reformando la Constitución de Estados Unidos para desaparecer al anacrónico Colegio Electoral del siglo XVIII que en 2000 le arrebató la victoria a Al Gore y en 2016 a Hillary. Dos derrotas presidenciales donde los delegados estatales anularon el voto popular no han sido suficientes para que los demócratas se atrevan, si quiera, a tocar con el pétalo de una rosa su sacrosanta Carta Magna. Hay alguna excepción e incluso propuestas académicas de reforma, que no extinción total, del Colegio Electoral. Pero The Once and Future Liberal, —diagnóstico brillante, resultado mostrenco— de Mark Lilla, su llamado a la política–política, no las menciona.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses