Al retirar del Metro y otros sitios públicos el nombre de Gustavo Díaz Ordaz, presidente de México durante la matanza del 2 de octubre y quien se hizo responsable de los crímenes cometidos en Tlatelolco, el actual gobierno de la Ciudad de México le mandó un regalo envenenado a la próxima administración morenista. Siguiendo el criterio actual y mundial de la izquierda de eliminar del callejero no sólo a represores incontrovertibles sino a simples adversarios ideológicos, a la eliminación de toda mención pública de Díaz Ordaz, deberá seguir, por lógica, la del nombre de Luis Echeverría Álvarez.
Desde las primeras investigaciones independientes hasta la serie que Televisa está exhibiendo sobre 1968, es público y notorio que el nonagenario ex presidente fue el operador de la emboscada en la Plaza de las Tres Culturas y el responsable, también, del Halconazo del Jueves de Corpus del 10 de junio de 1971.
No sólo las víctimas del 2 de octubre y sus descendientes, sino las del 10 de junio, están en su derecho de pedir se retire también de las calles el nombre de LEA. El problema es que el nuevo gobierno federal, como el de la Ciudad de México, parecen ser cripto o mega echeverristas —ya lo veremos— y habrían de renunciar a ese endiosado linaje anterior a la época neoliberal que aborrecen, midiendo con la misma manera a ambos gobernantes. Echeverría —se olvida— fue sometido a arresto domiciliario en 2006 sospechoso de genocidio aun cuando fue exonerado. Es un misterio qué pasará. Pero el tema de la memoria histórica, y su judicialización al gusto del gobernante en turno, apasiona a los historiadores y preocupa a los gobiernos democráticos.
Si la violencia, como dijo un clásico, es la partera de la historia, no hay ciudad del mundo, desde la legendaria Alejandría hasta la más remota aldea del planeta, que no lleve el nombre, al menos en un callejón, de algún guerrero o militar, cuyo oficio fue y es, causar el mayor número de bajas al enemigo pero esas “bajas”, en el siglo XXI, son “víctimas” con derecho a la reparación histórica y hasta judicial. Aun sacando de la especulación a los hombres armados de todos los rangos y épocas que mataron y murieron en contiendas francas y en hipotética igualdad de circunstancias, ¿qué hacer con aquellos civiles inocentes que fueron sacrificados? ¿No tendrían derecho —pongo un solo ejemplo— los descendientes de los trescientos ciudadanos chinos asesinados en Torreón en mayo de 1911 a que los nombres de los héroes revolucionarios por cuya responsabilidad fueron victimados sean borrados de plazas y calles?
Aquellos chinos fueron asesinados no sólo por odio racial sino por haber participado, se dijo, de la defensa federal de la ciudad, víctimas de las tropas maderistas. Algunos culpan a Villa, quien estaba en Ciudad Juárez, no en Torreón, en ese mayo sangriento, pero todos coinciden en que la propaganda antichina de los magonistas atizó a la turba. Hubo una protesta internacional del gobierno chino y Madero se hizo responsable del crimen al grado de que prometió pagar una indemnización, lo cual no ocurrió, pues el propio don Francisco fue asesinado. En buena o mala hora, el gobierno de la CDMX ha abierto la caja de Pandora.
A los historiadores les preocupa la judicialización de la historia y a los liberales que sea el Estado quien legisle sobre el pasado. Obama sugirió, donde pudo, que se bajasen las banderas confederadas y Trump las ve ondear con gusto. A algunos de los sobrevivientes de la Guerra Civil española les ofende ser recordados como víctimas y no como combatientes mientras la alcaldesa de Madrid elimina del callejero a ciertos conservadores del siglo XIX. Si el siguiente gobierno es de derechas, aquellos nombres censurados serán repuestos y, normar toda nomenclatura urbana, será un cuento de nunca acabar.
Hubo muy buenas razones para desnazificar Alemania en 1945 y prohibir la exhibición pública de la esvástica, pero en aquel país se discute si esa veda sigue siendo pertinente, según los liberales más ortodoxos. Sin embargo, los primeros en oponerse a que se levante la prohibición son los neonazis porque no quieren ser exhibidos como lo que realmente son o fueron, prefiriendo refugiarse en eufemismos y distintivos que sólo aluden al símbolo de origen indostánico. A su vez, los anticomunistas de Rusia, Hungría y Polonia exigen prohibir la hoz y el martillo pues fueron más, aseguran, las víctimas del comunismo que las de Hitler. La discusión, ardua y apasionante, deberá llegar a México.