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De todos los movimientos juveniles que este año cumplen medio siglo, quizá ninguno resultó más parecido al 68 mexicano que la Primavera de Praga. Las diferencias, sin duda, fueron significativas. Allá, el partido único decidió encabezar la democratización y llegó tan lejos como se lo permitió la Unión Soviética, la cual, a través del Pacto de Varsovia, invadió el país y acabó en pocos días con la osadía del presidente Dubček, reinstaurando esa sociedad desalmada tan bien retratada en las novelas de Kundera. Acá, el partido (casi) único enfrentó la democratización demandada por los estudiantes con alguna faramalla de diálogo y tras violar la autonomía universitaria, hizo caer la represión sobre el movimiento sin necesidad de recurrir al socorro de ninguna potencia extranjera.
En ambos casos, la modesta democratización exigida fue considerada resultado —empiezan las coincidencias— de la injerencia ideológica exterior, tanto del imperialismo norteamericano —en ambos casos— como de “los filósofos de la destrucción”, como llamó a los ideólogos radicales de la época, el personaje que le escribía los discursos a Díaz Ordaz. La llamada Primavera de Praga gozó de escasa solidaridad entre la izquierda, que por entonces se había manifestado, fogosa, en las ciudades europeas y norteamericanas. Quienes venían huyendo del comunismo en búsqueda de libertad para estudiar, contaba el búlgaro Todorov, se encontraban con que en París se anhelaba la vigilancia de los guardias rojos de Mao.
Castro apoyó la invasión soviética y allí empezó el desprestigio del socialismo cubano entre los intelectuales. En América Latina, sólo dos partidos comunistas —el mexicano y el dominicano— condenaron la intervención mientras que la solidaridad con nuestros estudiantes, en el mundo, fue apenas simbólica. En México, nunca se escribió la novela emblemática del 68, tan esperada, pero lo mismo la gran crónica de Poniatowska (La noche de Tlatelolco), como los poemas de Paz y Zaid (entre algunos otros), dejaron testimonio del 2 de octubre. Dicen quienes se acuerdan que 1969 fue un año irrespirable.
La democratización mexicana fue, en cambio, progresiva, obra de espasmos sucesivos que fueron colapsando al Antiguo Régimen de la Revolución Mexicana: la matanza del 10 de junio de 1971 que reveló la hipocresía de la “apertura democrática” pregonada por el hoy bien amado Echeverría; la reforma política de Reyes Heroles, diseñada para evitar el ridículo de López Portillo, quien llegó a la presidencia en 1976 sin adversarios legales en la contienda; el terremoto de 1985 que bautizó a la “sociedad civil” como rival eficaz de un gobierno esclerótico; las elecciones de 1988, cuando los disidentes del PRI pelearon desde la izquierda por la presidencia, provocando que los mecanismos del fraude electoral se chamuscaran y el conteo fuese suspendido para hacer triunfar, una vez más, al candidato oficial, tenido por usurpador por buena parte de la ciudadanía. Hubo retrocesos, como en 1994, cuando la revuelta neozapatista y el asesinato de Colosio, le dieron al viejo régimen un último voto de confianza, mismo que al fin le fue retirado, primero en 1997 al perder el PRI su mayoría parlamentaria y el gobierno de la Ciudad de México, y después, en 2000, cuando llegó la alternancia y Fox, del PAN, fue electo presidente.
La democratización de Checoslovaquia dependió del derrumbe del imperio soviético entre 1989 y 1991. Muy pronto, la nación liberada decidió dividirse civilizadamente en dos países amigos: la República Checa y Eslovaquia. Dubček, quien kafkianamente había sido degradado a la condición de inspector forestal, alcanzó a ver la liberación de su patria, presidida por un dramaturgo de filiación absurdista, el extraordinario Havel, quien dejó como herencia un par de naciones libres, normales y rutinarias, como deben de serlo las democracias, ajenas al caudillismo y sus constituciones morales. Dieciocho años ha durado la alternancia en México. En pocos meses sabremos si el Antiguo Régimen ha sido o no, restaurado.