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“Brasil es el país del futuro y siempre lo será”. La profecía se atribuye al escritor austríaco Stefan Zweig, quien llegó refugiado al subcontinente, huyendo de la barbarie nazi y allí se suicidó en 1942. Hace apenas una década, el Brasil parecía haber conjurado esa maldición: su poderío económico, junto al liderazgo del presidente Lula, le ofrecían al país hasta un sitio permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas. Hoy, Lula acaba de ingresar a la prisión de Curitiba para purgar una condena de doce años por corrupción, la economía se ha desplomado, gobierna una élite de ladrones con más méritos que el propio ex presidente para estar tras las rejas y muy poco queda del país que, justamente, empezó a cuartearse cuando le tocaban los fastos de los Juegos Olímpicos y el Mundial de Futbol, donde la ominosa goleada propinada por Alemania al “Scratch do Ouro” pareció sentencia de los dioses.
Es difícil no simpatizar con Lula, apreciando su carisma. También es motivo de morbo —lo dijo Chateaubriand frente a Napoleón— ver despeñarse a los grandes de la tierra. Como el emperador de origen corso, el sindicalista Lula empezó desde abajo, se empeñó en ser presidente y, una vez instalado en el Palacio de Planalto, archivó los dogmas de la izquierda radical para encabezar una administración socialdemócrata que llevó a la clase media a millones de brasileños, en una de las modernizaciones no autoritarias más espectaculares de la historia. Pero crear clases medias, a las cuales las definen las expectativas insaciables, como aseguran los economistas, es echarse alacranes a la espalda y éstas, cuando los efectos de la crisis de 2008 y los estragos populistas empezaron a cobrarle la cuenta a Dilma Rousseff, la sucesora de Lula, salieron a las calles para dejar claro que Brasil seguía siendo el país del futuro: una clase media en expansión, a diferencia de los ricos de siempre, es más sensible, y lo es gracias a la educación universitaria, a las graves desigualdades circundantes.
En la prensa brasileña de estos días, uno encuentra analistas liberales pero no fanáticos que confirman lo que uno creería desde acá: el proceso contra Lula estuvo lleno de vicios de procedimiento y suposiciones tendenciosas, siendo la pena desmedida en proporción a los supuestos delitos cometidos. Suspicacias que explican el dramatismo del 6–5 del Tribunal Superior de Justicia, condenando a Lula.
Y mientras no entren en la cárcel personajes acusados de corrupción como el propio presidente Temer o políticos como Neves, Alckmin, Serra y Nunes, que cubren todo el arco político brasileño, quedará corroborado el dicho del PT: desde 2016, pasando por la destitución de Dilma y el encarcelamiento de Lula, en el Brasil se está llevando a cabo un golpe de Estado en cámara lenta donde una derecha revanchista gana, cebada por las recientes amenazas pretorianas y mediante una justicia sesgada, lo que las urnas le niegan.
Otro punto de vista festeja que América Latina empiece a juzgar y a encarcelar a sus gobernantes —hayan robado mucho o hayan robado poco—, lo cual hace de la tragedia de Lula un sacrificio que acabará por honrarlo, el de poner el ejemplo, involuntariamente, al ser víctima, si cabe, de la virtuosa ceguera de la justicia. Y hay quien dice que pedirle autocrítica a los políticos es una tontería de intelectuales. Es un proceder, aseguran, propio del diván o del libro de memorias, pero desde mi ingenuidad me llama la atención, fenómeno propio del proverbial victimismo de la izquierda, no escuchar ni leer explicaciones convincentes del PT sobre las causas endógenas de su ruina.
En defensa de Lula, su mentor, una ensombrecida Dilma sólo admite como culpa el haberse rodeado de traidores como Temer, su antiguo vicepresidente, olvidando explicar que las dimensiones del Brasil, su tozuda naturaleza federal, le impidieron al PT gozar de mayorías parlamentarias solidas. Ese déficit convirtió a los petistas en hábiles ingenieros del acuerdo a corto plazo, munidos por un dinero clientelar, originado del legendariamente demoníaco oro negro, que acabó por esfumarse o cambiar de rumbo. Finalmente, la nefasta política exterior del PT, amiga del antisemitismo iraní y del actual zar de todas las Rusias, le impidió aprovechar, cuando lo necesitó, el respaldo de algunos dignatarios occidentales, como fue el caso de Obama.
Un Lula, candidato a presidente encarcelado, le viene muy bien al alma melodramática del populismo latinoamericano, como bien dijo Rafael Rojas. Pero, sin Lula en la boleta, el favorito en las elecciones del próximo octubre es el ex militar Jair Bolsonaro, un fascista que pondría al Brasil en sintonía con Donald Trump. El país del futuro se autodestruye.