Quienes ya comprobaron que López Obrador no ha cambiado y sigue presentándose como un modelo para armar de tirano atrabiliario, han optado por una nueva argucia —de aquellas útiles para consolar la buena conciencia maltratada por la realidad­—, la de decirnos (o decirse a sí mismos) que el candidato de Morena, en realidad, no es de izquierda. El procedimiento es viejo. Se trata de salvar, como reza la escolástica, a la sustancia del accidente. El marxismo, todavía se dice, es intachable en cuanto sustancia; accidentales, simplemente fenoménicos, fueron los crímenes cometidos en su nombre, dejando —a la doctrina— impoluta.

Toda proporción guardada, la incursión de López Obrador al granero, ya no del centro, sino de la derecha, reclutando panistas, evangélicos e impresentables personeros del antiguamente llamado “charrismo” sindical, no modifica el suyo, un programa esencialmente de izquierda. Estatista y patrimonialista, desconfiado ante las libertades de la inversión y del mercado, corporativista y antidemocrático, desdeñoso de los derechos de las minorías, es un programa propio de la vieja izquierda, la nacionalista revolucionaria y la lombardista, aquella que condenó el movimiento estudiantil de 1968 por atentar contra el Arca de la Alianza del PRI, al cual se afilió, poco después de Tlatelolco, el joven López Obrador.

La izquierda con la que se identifican López Obrador y su núcleo duro de votantes es la de Castro y Guevara, Chávez y Maduro o Daniel Ortega. Es, también, la vieja izquierda priísta que al escindirse en 1987, se enfrentó a una paradoja: hacerse del poder mediante la libertad electoral, no registrada en su ADN. Pues bien, con el caudillismo, López Obrador la librará, al fin, de esa contradicción: de prosperar su asalto al cielo, las elecciones volverán a ser simuladas, es decir, plebiscitarias. Algunas de las supuestas novedades morenistas pueden encontrarse también en las vidas y las obras de estos prohombres de la izquierda, pues esta tiene su origen remoto en la Gran Guerra, pariendo fascismos y comunismos unidos en su odio al mismo enemigo liberal, burgués y parlamentario.

Pero en América Latina, el siglo XX se confundió con la Contrarreforma y el caudillismo hispánico, propio de Castro (ateo y jesuítico, a la vez) pero también de cristianos de alcurnia o renacidos, fieles de la Iglesia Católica o evangélicos, como el iluminado matrimonio Ortega, Chávez o López Obrador, acaso ecuménico, pero no laico. En el mundo de la ideología, inexistentes las sustancias puras, los extremos se tocan. En el fondo, concedo, un populista de izquierda como López Obrador virará a la derecha conservadora, si él interpreta que el Pueblo se lo pide.

Desde luego que existe otra izquierda, la socialdemócrata y hasta “infectada” de liberalismo, incluyente, alejada de la dictadura del proletariado y de toda clase de jefes providenciales, convencida de que la democracia es un fin en sí mismo. Esa izquierda la encarnó fugazmente Gilberto Rincón Gallardo en 2000 y algunos de sus pocos publicistas están actualmente alojados en el frente de Anaya. Pero esa izquierda no está en la boleta del 1 de julio.

El desmantelamiento, en el siglo en curso, del sistema de partidos, agotada la dicotomía centroizquierda/centroderecha y esparcido el populismo como alternativa, ha hecho retornar el mantra del fin de las ideologías. Se dice que en México, ante el grotesco espectáculo del chapulineo —una forma escasamente pulcra de circulación de las élites—, los partidos nunca tuvieron ideología. Mentira. El PAN fue un partido demócrata–cristiano al cual no se le permitió decir su nombre. ¿Y los comunistas? ¿Carecían de ella, siendo casi lo único que ofrecían? ¿Y Lombardo Toledano (véase la magnífica biografía de Daniela Spenser recién aparecida) no fue una peculiar aleación ideológica del estalinismo con la Revolución Mexicana?.

Así que la Restauración de López Obrador, la cuarta transformación que le vende a su numeroso electorado, es un retorno al nacionalismo revolucionario. Se trata de una verdadera ideología, según el canon de Marx y de Mannheim o de Arnaldo Córdova y Roger Bartra: un populismo estatólatra y multiclasista, secular o religioso, que fue la ideología de muchos jefes y caudillos, a lo largo del siglo pasado y hoy florece, de izquierda o de derecha, en medio orbe. Aquí viene desde la izquierda y a dónde irá a parar, no lo sabemos. Preocupa el programa, retrógrado y antiliberal; asusta el regreso del caudillo, del cual los regímenes postrevolucionarios acabaron, por fortuna, de prescindir, a cambio de la monarquía sexenal, harina de otro costal.

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