El nacionalismo no resultó una forma de la felicidad, como lo supuso el filósofo Herder, su inventor moderno. Fue, como puede interpretarse leyendo a Rousseau, un mal de montaña padecido por el ciudadano ginebrino que escalaba los Alpes y miraba, orgulloso por hiperventilación, el colorido paisaje de su nación. El nacionalista es un turista que se pasea, sin verdadero arraigo, entre el resto de los hombres, ante quienes se concibe distinto. En sus buenos días, el nacionalista encuentra pintoresca al resto de la humanidad; cuando enfurece, segrega y liquida a quien considera inoportuno, extranjero o diferente. En eso se fue la sangrienta historia del siglo XX y acercándonos al primer cuarto de la presente centuria, si alguna ideología goza de buena salud, belicosa, es la nacionalista, en todas sus variables.

El pasado 4 de mayo la banda terrorista ETA, al final, se disolvió, inactiva desde hace casi una década. El 17 de junio de 1968 se cobraron su primera víctima, un guardia civil, y desde entonces mataron a 853 personas, una de ellas el almirante Luis Carrero Blanco, a quien se tenía por sucesor del general Franco. Para los demócratas españoles es de mal tono recordar el regocijo que les causó ese asesinato, cuyos victimarios fueron amnistiados en 1977, una vez concluida la dictadura.

Tan pronto se inició la transición, el nacionalismo vasco —un venenoso cuento de hadas fabulado, como el catalán, en el siglo XIX— mantuvo incólume su irredentismo. La monarquía parlamentaria de Juan Carlos I carecía, para ETA, de legitimidad y los terroristas, en democracia, siguieron asesinando, ante el silencio cómplice de muchos vascos, quienes aun contrariados por esa violencia, la encontraban necesaria para mantener a Madrid bajo presión. El matrimonio interesado entre la izquierda y el nacionalismo, ajeno, al menos, al universalismo de Marx, se fraguó en tres momentos —las revoluciones de 1848, la creación de la URSS y la descolonización posterior a 1945— e hizo solidarios de ETA a muchos izquierdistas, no pocos de ellos —para variar— latinoamericanos. En México, acusar a cierta prensa de complicidad con el terrorismo vasco, resultó materia judicial que hubo de dirimir la Suprema Corte de Justicia a favor de la libertad de expresión, como ocurrió en noviembre de 2011.

Quienes apoyaron, por acción u omisión, a la carnívora ETA son los mismos que hoy militan por el vegano y un tanto hipster, nacionalismo catalán, mutación digna de aplauso. Si la ópera bufa de Puigdemont parece estar en sus últimos actos, a ETA la derrotó, no sólo la colaboración de la policía francesa con la española (una vez que los Mitterrand, condescendientes con las causas del llamado Tercer Mundo, abandonaron el Elíseo), sino la aparición de un terrorismo ese sí universal, el islámico, cuyo poder de fuego tornaba simbólicos (pero no por ello menos mortales) los atentados, a menudo caseros, de los etarras, ellos mismos aterrados —escriben los analistas peninsulares— de que se les culpase de masacres como la de Atocha en 2004.

Hubo varias víctimas colaterales a mediano plazo del 11 de septiembre en Nueva York y una de ellos fue ETA, cuya inclusión entre las organizaciones terroristas internacionales obtuvo el presidente Aznar de Bush II e inclusive, dicen, que hasta las montañas del sureste mexicano llegó un mensaje agradeciéndole al dicharachero portavoz de los neozapatistas, su amor por las letras antes que por las armas.

Tras la carnicería narca de la última década las víctimas mortales (para no hablar de las otras) de ETA pueden parecerle pocas personas al lector mexicano y la constante condena que de la banda, y sus corifeos, aquí y allá, hicimos algunos en México, un exceso de celo. Es probable que así haya sido, pero en cuanto al relato nacionalista, ETA deja una lección. Ni ser una de las regiones más prósperas del mundo, como ya lo era el País Vasco con ETA todavía matando, es garantía para apaciguar el nacionalismo. Tampoco lo es que una sociedad sea democrática (imperfecta como lo es por naturaleza la democracia) porque los nacionalistas, justificados por la derecha o por la izquierda, traen, en su genética, la virulencia homicida. A veces desarrollan esa patología, a veces no. Me alegro de que los orcos hayan pasado a la historia. Orcos llamaba a los etarras Fernando Savater, uno de los intelectuales que nunca le concedió nada al nacionalismo vasco, a costa de poner en riesgo su vida. En él pienso al escribir estas líneas.

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