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Populismos y nacionalismos son resistencias a la globalización, que no es la primera ni será la última en la historia universal. Reacciones instintivas cuya agresividad no sólo responde a las inequidades profundizadas por la crisis financiera de hace una década, sino a la amenaza que el despectivamente llamado “sistema–mundo” significa para los Estados nacionales, cuya conservación, mediante mecanismos democráticos destinados a despojar de su esencia al liberalismo político, se intentan lo mismo en Hungría, Estados Unidos, Turquía o México.
Esa nostalgia temeraria por el Estado–nación provoca que los ciudadanos se alimenten de provincianismo, invitados a mirarse el ombligo por quienes dominan la opinión pública, indiferentes a lo que ocurre más allá de sus países, sean reales o imaginarios. Mientras al planeta lo rodea una red cibernética que debería intercomunicarlo, el interés por lo no–nacional decrece de manera alarmante. Así lo dictan los populismos. No se trata sólo de rechazar, con buenas y malas razones, al inmigrante, sino de anular el diálogo público mediante esa arma asombrosamente primitiva y procaz que es el tuit. Esas hordas y sus jefes restablecen fronteras políticas e ideológicas, apelando al espíritu de clan, en una comunidad internacional donde, paradójicamente, ya no es posible —salvo en dos o tres reinos ermitaños— aislar quirúrgicamente las ideas.
La ola populista es curiosa. Predica el aislacionismo pero es un movimiento internacional alimentado por publicistas y políticos que en otras épocas se habrían hecho la guerra. Su “internacionalismo” levanta muros, como aquel viejo romanticismo literario cuya universalidad obligaba a los pueblos a inventarse —todos— un carácter nacional, que los diferenciase —metafísica y caracterológicamente— del vecino.
Me ha llamado la atención, como consecuencia de todo lo anterior, el alboroto, con ribetes de blasfemia, provocado, en ambos lados de los Pirineos, por la muy posible candidatura de Manuel Valls (Barcelona, 1962) a la alcaldía de la ciudad donde nació y de la que partió hacia Francia —sin ser hijo de inmigrantes— para ser ministro del interior, primer ministro y fallido candidato a la presidencia de su patria adoptiva. Alboroto nacionalista en España, la cual antes del irredentismo independentista era modelo de democracia posible para los hispano–americanos y renacer de aquel nacionalismo francés que apelaba a las raíces, del otro lado, clamando por leña verde para quien se atreve a ejercer sus derechos de ciudadano de la Unión Europea, postulándose a la alcaldía barcelonesa: gesto intolerable para quienes creen, como dijo un poeta, que los hombres somos árboles.
Si se hace del ayuntamiento en la plaza de San Jaime, Valls clavaría un cuchillo en el corazón de los independentistas, quienes consideran suficiente la mitad menos uno de los votos para usurpar la voluntad popular de los catalanes, pues en Barcelona es donde menos éxito ha tenido el conato de secesión: no sólo es una broma, sino una remota posibilidad legal, ver a los barceloneses, a su vez, secesionándose de una Cataluña independiente y volviendo a España. Igualmente, la necedad nacionalista del Brexit, ha abierto las puertas a que Irlanda se reunifique, pues los rijosos católicos y protestantes de la isla verde, prefieren, unos y otros, seguir siendo europeos y no británicos de segunda.
El gesto de Valls, a contracorriente del viento xenófobo, merece aplaudirse. Nos recuerda que es posible un mundo sin fronteras regido por ideas, como la suyas, nacidas de la testaruda convicción de que las tradiciones liberales y socialdemócratas aún pueden procrear alternativas al nacionalismo y al populismo, como lo intenta desde París el presidente Macron, justo quien le cerró el camino, en Francia, a Valls. Que el meteco —como llamaban peyorativamente los franceses al extranjero deseoso de integrarse— vuelva a casa es, en este caso, una buena noticia.