El paseo rumbo a la victoria de López Obrador ha ido revelando, para quien lo ignoraba, su pretensión de desmantelar el sistema democrático vigente desde comienzos del siglo. Se ha hecho acompañar de una corte de los milagros —tontos útiles, fanáticos, mexicanos de buena fe— que desmiente a la lucha contra la corrupción como su bandera. Mientras que el PRI y el PAN —a cuya ceguera, división y mezquindad habrá que apuntar la victoria de López Obrador— podían darse el lujo de hacerse acompañar de una muestra representativa de nuestra corrupción política, Morena debió presentarse desde el principio como incorruptible porque nunca ha habido, precisamente, una tiranía honrada. Al contrario: entre más esperpéntica sea la corrupción, con mayor entusiasmo se le recibe y se le exonera en esa amplia coalición populista.

Son sus rivales los que han permitido el escenario más probable, el de una amplia victoria de López Obrador. En Los Pinos, el Presidente de la República sólo espera la misericordia, prometida o no, del caudillo. Las reformas estructurales pactadas por Peña Nieto con el PAN y el PRD —el episodio más afortunado de la abortada transición mexicana— resultaron, tras la Restauración de 2012 y gracias a los corruptísimos gobernadores priistas, una farsa que enfureció al electorado.

Desde principios de año, el presidente debió ordenar a su partido, la declinación de Meade a favor de Anaya, el candidato mejor colocado, al parecer, en la segunda posición. Hacerlo, sin duda, hubiera sido un gesto histórico de verdadero jefe de Estado. En cambio, se optó por politizar a la justicia y citar, en las barandillas, al candidato frentista. El estancamiento de quien se apoderó, sin ningún escrúpulo, de la candidatura, primero del PAN y luego del frente, no sólo se debió al asedio del poder. Anaya, más allá de sus virtudes tan mentadas, es un mal candidato y su frente, una desgracia. Nadie que lea prensa internacional ignora que aquí y allá, las coaliciones entre derecha e izquierda para ocupar el centro, son frecuentes y exitosas. Pero ello ocurre cuando se unen partidos fuertes, no ruinas. Anaya destruyó el PAN y fue a buscar un PRD desfondado por los morenistas. Y la necedad de querer emular la Concertación chilena tropezó con un obstáculo no menor: el PRI no es Pinochet. Será lo que sea, pero no es eso.

Si se comparan las plataformas del PRI y del Frente por México, las diferencias son menores. Ambas son más o menos liberales, pero no corporativas, ni estatistas ni populistas: combinan liberalismo viejo y liberalismo nuevo. Ésa era la única coalición capaz de vencer a López Obrador y la única que lo entendió, al declinar su candidatura, fue Margarita Zavala. Ella misma, por cierto, también tiene su responsabilidad en el desastre panista al proclamar, hace mucho, que de no ser ella la candidata, se iría por la libre. Pero algunos tuvimos esperanza de que ese gesto, el 16 de mayo, tuviera efecto. Se esfumó en unas horas.

Al parecer la corrupción priista era el gran obstáculo para hacerle frente, unidos, a López Obrador. Para esquivarla, Meade debió firmar, con la figura del fiscal verdaderamente autónomo como eje, un compromiso claro y firme con Anaya. Meade, sin duda, es un buen candidato. Pero para otro país. O para Marte. A la hora de la verdad no se atrevió a hacer historia y saltar al vacío. No lo hizo y ahora, como diría Borges, tenemos a dos calvos peleándose por un peine.

Frente a las dos grandes tragedias mexicanas, López Obrador se ofrece a sí mismo como panacea. Frente a la corrupción, que lo rodea, demuestra que él no roba, pero dejará robar. Frente al crimen, nada menos, propone una amnistía que da terror.

A la mitad del electorado no nos quedará más remedio que votar por quien se acerque más al puntero. E impedir que Morena gane la mayoría absoluta en el Congreso de la Unión, para dificultar el asalto caudillista. Fracasó el PRI, fracasó el PAN y también fracasamos quienes, desde hace lustros, hemos intentado convencer a nuestros lectores, si los hay, del peligro de la regresión autoritaria. Dudo que le hayamos quitado un solo voto a López Obrador. Si algo hay que reconocerle a quien, presuntamente, será el próximo presidente de México, es que todos sus votos se los ha ganado por su cuenta y riesgo. Ha hecho algo más que política: ha sembrado una fe y ésta, ya se sabe, mueve montañas.

Nos queda un consuelo. El previsible vencedor promete que a sus adversarios, los “conservadores”, nos dejará expresarnos.

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