La expulsión del embajador de Corea del Norte de México es digna de aplaudirse para quienes pensamos que aquella dictadura es la más siniestra de las no pocas restantes en el planeta, con el añadido de que al amparo de los chinos, el dictador coreano dispone de armas nucleares capaces de incendiar ese rincón del mundo. Ello ocurre con los botones nucleares de la Casa Blanca en manos de un mequetrefe que bien puede confundirlos con los controles de su xbox.

Me gustaría adelantarme y decir que la declaración del embajador de Kim–Jong–Un como persona non grata pertenece a los gestos enaltecedores de la diplomacia mexicana. Y advertir que también se trata, legítimamente, de política interna: Morena, con 30% del electorado, es omisa ante el régimen coreano. Algunos de sus aliados arden de emoción ante esa dictadura. Estarían obligados, sobre todo los petistas, a asegurarnos que ese país es un paraíso y falsa su descripción documentada como una tiranía odiosa o compartir con nosotros y a plenitud su sueño de un México gobernado por una dinastía de ese corte.

El contexto, empero, torna poco efusivo el aplauso. Hace bien Washington (gobierne Obama o Trump) en pedir solidaridad contra ese peligro nuclear, pero es extraño que sólo lo haga en América Latina y no le exija lo mismo a sus aliados británicos y a la Unión Europea, pues una expulsión generalizada de diplomáticos coreanos en Occidente sería más efectiva que las rutinarias condenas del Consejo de Seguridad de la ONU contra Pionyang.

Así las cosas, la expulsión del embajador pareciera ser, para decirlo a la antigüita, un acto de “sumisión colonial”, destinado a complacer a Estados Unidos, a su repugnante presidente y a quienes negocian, quizá ni siquiera en su nombre, la reforma, si la hay, del Tratado de Libre Comercio. A cambio de qué, se han preguntado otros colegas durante los últimos días. De nada, al parecer.

Además de sembrar el terror entre los migrantes —es notoria en Nueva York la resistencia, inusual, de nuestros paisanos, a hablar en español con desconocidos— la anulación del DACA es ya una medida cuya violencia ha sido recibida por el gobierno de Peña Nieto con su rutinaria política de apaciguamiento, que consiste en reforzar medidas consulares de protección a los mexicanos en Estados Unidos y asesorar a los estudiantes para que se defiendan allá, pues nuestro canciller ha reconocido que muy pocos entre los llamados dreamers desean el caluroso abrazo que se les ofrecería, acaso, si regresan a México.

Quizá, el tiempo lo dirá, la política de apaciguamiento frente a Trump resulte ser la decisión más sabia. Antes de ello, impresiona —no soy el primero en decirlo— la negativa peñanietista a rechazar, en su totalidad, en la mesa de negociaciones del TLC, la política antimexicana de Trump, tal cual los voceros del gobierno insinuaron que lo harían a lo largo del año en curso.

México, a pesar de todos los pesares, ya no es el de 1847 y tenemos algunas cartas que, puestas sobre la mesa, en algo nos defenderían de la imbecilidad belicosa del aislacionismo trumpiano. Cada país, formalmente, tiene derecho a aplicar las leyes migratorias de su conveniencia, pero tanto en los casos de la inmigración ilegal como en el del narcotráfico, México y Estados Unidos comparten no sólo una frontera, sino un destino.

Pero si esa conciencia cabal no la tuvo el ilustrado Obama, ni la tienen nuestros erráticos gobernantes, es absurdo esperarla de Trump y sus empleados eventuales. Los estudiantes mexicanos, hijos de indocumentados en Estados Unidos, serán tarde o temprano expulsados. Será una obscenidad moral, como lo ha dicho Paul Krugman. Frente a esa peste racista, nuestro gobierno insiste en el apaciguamiento. Ojalá fuésemos tan solidarios con nuestros jóvenes compatriotas, arrojados al vacío bajo el sambenito de apátridas, como intolerantes con el embajador del diosecillo de Corea.

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