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Amigos brasileños de distintas sensibilidades políticas me cuentan que la corrupción emanada de los gobiernos del Partido del Trabajo en Brasil va mucho más allá de la prisión para Lula. El popular ex mandatario es un chivo expiatorio. Sí robó, robó poco, pero permitió que los suyos saquearan el erario a lo largo del subcontinente, al grado de ser él mismo víctima de las severas —aunque maleables— leyes anticorrupción que el PT se vio, demasiado tarde, obligado a implementar. De nada sirvió elevar a miles y miles de brasileños a la clase media pues la burbuja populista —como siempre sucede— se desinfló, además de que el gobierno petista, como muchos otros de América Latina, fue incapaz de controlar la delincuencia y el crimen que asolan al Brasil. Un mea culpa de Lula nunca llegó.
Los brasileños, el próximo domingo, votarán por un remedio, peor, pero mucho peor, que la enfermedad, eligiendo al antiguo capitán Jair Bolsonaro, cuyo fascismo es el más descarado que haya conocido la historia latinoamericana. Ni Pinochet ni Videla, golpistas, osaron ir más allá de presentar una doctrina de seguridad nacional anticomunista, la cual fue suficiente para solapar todas sus sevicias.
La democracia terminal en la que vivimos autoriza salvajadas discursivas no vistas desde los años treinta del siglo pasado. Y no siendo lo mismo —ya lo explicó a detalle Jesús Silva Herzog— un fascista que un populista de derechas, si algo ha demostrado Trump es que, una vez ganada la elección, la estridencia del populista no se disuelve. La victoria lo ciega y lo enardece; lo suyo es gobernar desde la movilización permanente. Un fascista será aún más feroz que un populista, legitimado —como Hitler en su día— por los electores. Ojalá, por una vez, ocurra lo contrario.
Con inaudita grosería, Bolsonaro insulta, un día y otro también, a las mujeres y a sus derechos de plena igualdad, a las minorías sexuales cuyo activismo excita la moral cuartelaria del personaje y al Poder Judicial independiente, mientras su gente amenaza con el paredón a sus aterrados y debilitados opositores. De cumplirse los pronósticos más lúgubres estaremos presenciando, en el Brasil, el desmantelamiento de la democracia liberal con todas y cada una de sus instituciones.
Algo habrá, en la victoria de Bolsonaro, como en su momento lo hubo en la de Trump, de venganza antropológica. Millones de electores de Estados Unidos —quienes, sin embargo, perdieron en el voto popular frente a Hillary Clinton— tomaron revancha contra una mujer del agravio sufrido al ver a un afroamericano como presidente de su país, revirtiendo la derrota de la Confederación esclavista en 1865. De igual forma, los tres lustros del PT en el gobierno, con un político de origen obrero y una antigua guerrillera como sucesivos presidentes, fueron demasiado tiempo para ciertas élites políticas mientras las financieras florecían. Por eso no es asunto de ricos y pobres. La militarización de la sociedad propuesta por Bolsonaro goza del respaldo de otros tantos millones de ciudadanos agredidos por la inseguridad, la corrupción y la pobreza. Su facultad de razonar les ha sido expropiado por el nefasto histrión. Fascismo de masas, en su antigua manera, es lo que probablemente veremos en el Brasil.
La corrupción gubernamental sólo las resuelven dos cosas: democracia y más democracia, instituciones respetables y estrictas, aquellas aborrecidas por igual, aunque en medida distinta, por populistas y fascistas. Triste día, salvo que ocurra un milagro, será el domingo para la democracia y el liberalismo: a la victoria de Bolsonaro la seguirá la aparición, como hongos, de imitadores y replicantes. Dirán, “sí, sí se puede”.