El mito de la excepcionalidad mexicana, acrecentado por la sensación de que nuestra democracia adolescente no alcanzará a cumplir, ni siquiera, los veinte años, dada la franqueza con la cual López Obrador ofrece al electorado substituirla por una “tiranía honrada”, es eso, un mito. Nada de lo que nos ocurre es indistinto al curso actual del mundo, donde los estudiosos anuncian el fin de la era democrático–liberal y su mutación en una época de turbulencia populista.
Los ejemplos, en esta segunda década de la centuria, son suficientes para el terror o la resignación. Van desde el fracaso de las primaveras árabes hasta el Brexit, pasando por las reelecciones porfirianas de Putin, el regreso del culto a la personalidad en China con Xi Jinping, haciendo compatible el mercado dinámico con un régimen postotalitario o el delicado equilibrio imperante entre el antiliberal Trump y las instituciones estadounidenses. En la vieja Europa, resisten Francia y Alemania, mientras resurgen en Italia las derechas populistas. Junto al fracaso, por ahora, del golpismo independentista catalán en la península, algunas de las naciones convertidas, tras la ruina del imperio soviético, a la democracia liberal, vegetan como regímenes cleptocráticos.
En América Latina, el fujimorismo regresa en el Perú y Venezuela se hunde en la miseria más atroz mientras Maduro cultiva ante el espejo su parecido con Stalin. Nada indica que el relevo de Raúl Castro traiga vientos democratizadores en la isla. El caso del Brasil es asombroso. Según dice Yves Sintomer, muy escuchado en la Francia de hoy, el PT, en sólo cuarenta años, pasó de ser un partido revolucionario de masas a gobernar como un efectivo y reformista gobierno socialdemócrata para terminar desahuciado en la corrupción clientelar, víctima de alianzas parlamentarias incontrolables y con Lula, acaso, en prisión.
Aquello que estamos viviendo los mexicanos no es, entonces, insólito. La de Fox, una alternancia democrática sin liberales, trajo una interminable guerra narca y la restauración priista de 2012 –cuyas reformas estructurales el propio PRI había impedido estúpidamente como oposición–, fue devorada por la corrupción congénita a ese partido, mismo que bien podría ser borrado de la escena electoral en unos meses para ser relevado por Morena. Como el AKP turco o el Partido Comunista chino posterior a Deng Xiaoping, los morenistas serán una organización pluriclasista dedicada a reorganizar a las élites en un escenario posdemocrático y las elecciones, un ritual donde “el pueblo” ratificará sin elegir. Así las convocan, en la desolación, los herederos de Chávez.
La autodestrucción del PAN aparece como lógica en ese escenario de desaparición de los partidos diseñados para competir en democracias liberales hoy evanescentes, como es natural que una izquierda como la mexicana, nunca del todo democrática, se haya esfumado al extremo de no tener ni siquiera una opción testimonial que ofrecer en la boleta del 1 de julio.
Más allá de que Anaya sea un candidato muy problemático, el diseño frentista, calcado de la Convergencia chilena (otra vieja dama jubilada) no parece, por desgracia, competitivo ante un electorado dividido en tres tercios. En América del Norte, dicho sea de paso, se presentan dos de las aberraciones políticas más notorias del planeta: el Colegio Electoral en los Estados Unidos y un sistema presidencialista sin segunda vuelta, como el mexicano.
La izquierda, según dice Sintomer, él mismo un intelectual de izquierda, tiene dos alternativas ante el escenario posdemocrático. Una, según yo, irreal, utópica y totalitaria en la forma (hablar de totalitarismo es, otra vez, políticamente incorrecto) o sólo posible a mediano plazo, en su opinión: la de una nueva democracia radical, directa, ecológica y anticapitalista, capaz de substituir a la exhausta socialdemocracia. Otra, en la cual es fácil identificar a López Obrador, sueña con el imposible retorno al Estado–nación soberano, keynesiano y “extractivista”, proyecto encabezado por un morado jefe carismático que será rojo o será negro, según concluye el propio Sintomer. En fin, que la izquierda aún posee dos alternativas. Los viejos liberales, al parecer, no tenemos ninguna.