El individuo solitario, desarraigado y autodestructivo, alimentado más por la rabia que por las ilusiones, y en nombre de ella dispuesto a prenderle fuego al mundo, es un arquetipo de la literatura universal al menos desde Dostoievski hasta Paul Auster, pasando por Sartre. Es un retrato de época. Difícilmente podía encontrarse uno de su estilo antes del siglo de la novela, de una dispersión urbana que debiendo unir a los hombres, los separa radicalmente, tal cual lo intuyó Baudelaire con su flâneur ; en el gran poeta aquello era libertad y medio siglo, después con el joven Sartre, sólo es náusea, aún disfrazada de libertad y en los narradores del XXI, llanamente nihilismo, otra vez. El diarista de Mírame (Anagrama, 2018), de Antonio Ungar, proviene del linaje del hombre del subsuelo dostoievskiano.
La red, al conectar al hombre con una realidad infinita que simula el mundo, sólo lo aísla más y por ello estamos rodeados de hikikomoris, si no es que ya lo somos casi todos, encadenados ante las pantallas, hace poco fijas, hoy del todo portátiles, lo cual vuelve todavía con mayor dramatismo, del movimiento, una ilusión. Como esos famélicos japoneses —cuya vida vegetativa durante una larguísima adolescencia conectados a la red los bautizó como hikikomoris—, el antihéroe de Ungar (Bogotá, 1974), ha llegado al culmen del narcisismo. Actúa frente al espejo —la pantalla— y en ella se ve a sí mismo como el caprichoso dueño del mundo. El suyo, pudiendo ser el universo, se limita a ser el medio para espiar el vecindario y en el edificio de enfrente, a una joven menor de edad, inmigrante paraguaya de origen, quien excita y desafía al fisgón.
Traductor de folletos técnicos, el fisgón se automedica dosis alarmantes de sedantes, antidepresivos, ansiolíticos y relajantes musculares, mismos que pelea con fiereza con los farmacéuticos —sociedades liberales las nuestras donde para comprar un antibiótico a la medianoche un adulto necesita de la firma de un médico, dicho sea de paso— y vive un duelo no muy bien procesado por una hermana muerta. Su lascivia le permite introducirse tecnológicamente en la vivienda de los inmigrantes, familia pobre y disfuncional. Al espionaje, viene la seducción de Irina, su víctima, quien acaba por mudarse con él. Sin embargo, la que tiene el poder es ella —confabulada con su hermano— y el francés cae en la trampa. Son ellos, habiendo descubierto su voyerismo a temprana hora, quienes pretenden desvalijarlo y hasta asesinarlo.
El desenlace queda a cuenta del lector curioso, si lo hubiere, pasando por la previsible gama de encuentros sexuales acordes con el desparpajo, entre sádico y abúlico, propio de la escritura de estos tiempos a la hora de desplegar el erotismo. El narrador, además, se culpa de tener pene, adventículo sólo útil para violar, dice él. Cito a continuación, antes de que los amantes rencorosos se encuentren, el párrafo tópico de Ungar: “Sólo ha necesitado tres horas para convertirme en lo que, mientras la veo alejarse, creo que soy. Un hombre a punto de consumirse en las llamas del deseo por su cuerpo. Su violador platónico, dispuesto a usar el tiempo que le queda antes del descenso al infierno para matar por ella pero también para matarla a ella, si así me lo pide: el único hombre con la furia suficiente para destrozar sus huesos, para comerse su carne, para sorber esos ojos agradecidos hasta no dejar más que las cuencas vacías”.
A la sexopatía (no sólo del narrador, sino de Irina, sin empacho en ofrecer su cuerpo con un cometido tan criminal como el de su perseguidor a la postre perseguido), se une el muy idiosincrático nacionalismo del personaje del francés. Un votante del Frente Nacional, sin duda, alimentado por las raíces identitarias regadas hace apenas un poco más de un siglo por Maurice Barrès. No se olvide que el tradicionalismo extremo, apelando al arraigo en la tierra, es un modernismo nacido para rechazar a la Ilustración y al judío, tenido por ogro cosmopolita. El narrador de Mírame sólo abandona el conmutador indiscreto y la cama hedionda para ir, una vez a la semana, al campo, donde cultiva su pequeña granja, encarnación de esa Francia eterna que él llama “la vieja república” por la cual, colmado de resentimiento, terminará, literalmente, incendiando la ciudad por amor a la tierra profanada por los modernos, los bárbaros, los inmigrantes.
Mírame, desde luego más cerca de Polanski que de Hitchcock, pide a gritos su adaptación cinematográfica —que ya la tendrá— porque es una novela representativa de nuestro tiempo. Toma el riesgo de tornarse irrelevante en el futuro porque Antonio Ungar, notorio narrador colombiano en la actualidad, cumple, con pericia, su obligación novelesca de atestiguar, como en su día lo hizo Sartre con La náusea. Ambas novelas me incomodan por el desahogo sin pudicia de la autoconmiseración, a menudo adversaria de la sensualidad. Problemas míos, supongo. En el subsuelo ocurren dramas con otro repertorio y rigen valores distintos.