De pocos legados monumentales como el de John Ruskin (1819–1900) puede decirse con semejante melancolía que sólo quedan ruinas. Entre quienes se opusieron a la modernidad durante el siglo XIX, a pocos les resta tan poco crédito como a él, acaso porque no propuso gran cosa —salvo un cristianismo espiritualista empático al de Tolstoi e influyente en Gandhi— contra el Progreso. Odiaba el ferrocarril, pero se resignaba a usarlo. Quiso limitar a su mínima expresión —en la arquitectura— los elementos utilitarios, concibiéndola como un espacio de armonía entre la cultura y la naturaleza, tal cual leemos en Las siete lámparas de la arquitectura (1849) y culpaba de la corrupción de nuestro gusto al Renacimiento. Por ello, su contribución militante a la crítica del arte moderno fue el respaldo de los prerrafaelitas, acaso porque el pintor John Everett Millais, uno de ellos, lo libró de su esposa, Effie Gray, casándose con ella en 1855, tras divorciarse (por no haberse consumado, precisamente, el matrimonio) del crítico, al cual le horrorizaba el trato carnal. Había pedido su mano cuando ella tenía doce años.
Ruskin amó sobre todas las cosas el trabajo manual y las catedrales de la Edad Media, su culmen y la invasión del arte cristiano por el paganismo, en el siglo XVI, lo hizo desdeñar casi toda la pintura posterior a Fra Angelico y a Giotto, aunque nunca, pese a las habladurías, atisbó su propia conversión al catolicismo, a cuyos grandes papas ejerciendo de mecenas, detestó en buena lid protestante. Devoto de Venecia ante el Altísimo, Las piedras de Venecia (1851–1853) fue, al mismo tiempo, un libro de referencia de aspecto insuperable y una guía de turismo muy popular, en la época en que europeos y norteamericanos comenzaron a “hacer la Italia”, convirtiendo, desde entonces, al turismo en gloria y némesis de aquella ciudad.
La obra más influyente del polígrafo inglés fue Los pintores modernos (1843–1860), escrita para fincar, por los siglos de los siglos, la gloria de John M.W. Turner, a quien conoció gracias a su padre, un rico comerciante de vinos (socio, por cierto, del célebre Pedro Domecq), quien financió la carrera de Ruskin como dibujante, diseñador, geólogo, alpinista, economista aficionado, poeta y educador dedicado a la organización filantrópica. Empero, su biógrafo más reciente, Tim Hilton, dice que Fors Clavigera (1871–1884), epistolario público de difícil interpretación desde el propio título, es una de las obras más arduas del siglo XIX, pues compuesta de cartas dirigidas a los trabajadores, los insta a instruirse en la divina complejidad de las artes, tal cual lo hicieron los albañiles constructores de las catedrales góticas. Al contrario del resto de los reformadores sociales, abundantes en aquella época, Ruskin consideraba que sólo quien domina el trabajo manual está destinado a la comprensión de la estética más compleja y de la moral más estricta. Compartió con Marx –a quien probablemente no leyó– la nostalgia por la maestranza medieval y atisbó la “alienación” industrial.
Pero cuando el nuevo siglo, Freud mediante, llamó a cuentas a los victorianos por su mojigatería y por su doble moral, denunciando su empeño en reprimir todo aquello que los nuevos modernos asociaban a la libertad del cuerpo y del espíritu, Ruskin pasó al banquillo de los acusados. Nunca tocó a su esposa y ella, madre de varios hijos en su segundo matrimonio, lo recordó como un ser repugnante. Pero como en el caso de su contemporáneo Lewis Carroll, el autor de Alicia en el país de las maravillas y fotógrafo de niñas, queda sujeta a controversia la naturaleza real o imaginaria de la pedofilia de Ruskin, dado que el cuerpo de las niñas era evocado, pintado o fotografiado, entre los victorianos, como aparente expresión de divina inocencia. Ruskin volvió a enamorarse de una enfermiza niña de nueve años, Rose La Touche, la cual murió joven, sin concederle el matrimonio y víctima de alucinaciones religiosas. El viejo Ruskin, demente, la asoció con Santa Úrsula, cuya vida pintó Carpaccio.
La gazmoñería de Ruskin quedó, al parecer, demostrada por haber sido el responsable de la quema, de la cual el crítico se gloriaba, de los dibujos, acuarelas, borradores y sketches eróticos y hasta pornográficos, de Turner, misma que tuvo lugar, en la National Gallery, en diciembre de 1858, bajo su supervisión. Pero apenas en 2005, Ian Warrell, curador del legado de Turner en la Tate Britain, encontró el material supuestamente incinerado, según cuenta en Turner’s Secret Sketches (Tate, 2012), donde podemos hojear y ver esa bellísima marginalia privada, compuesta por pocas estampas sexualmente explícitas aunque todas premonitorias del arte erótico que, en el fin de siglo, desbordaría al victorianismo.
¿Ruskin mandó quemar sólo una parte del legado y el resto le fue sustraído por una alguna mano visionaria? ¿Había en existencia –o se fue acumulando desde entonces– un extenso material adicional ajeno al conocimiento de los pirómanos? ¿O estamos ante otro caso del crítico frustrado en rebelión contra lo que ama, ese Turner a quien Ruskin dejó de estimar en la vejez? ¿O John Ruskin mintió y no quemó nada descargando su culpa en aquello dibujado a trasmano por J. M.W. Turner, fallecido en 1851, porque reflejaba sus sueños, sus fantasías o encontraba allí sus propias perversiones, aunque no las del pintor? ¿Quería legar a la posteridad un testimonio vicario de su propia vida secreta, un espejo?