A veces creo que Juan Bonilla (Xerez, 1966) no sólo es uno de los pocos eruditos peninsulares en poesía latinoamericana, como se verá, sino el único escritor español contemporáneo que sabe de historia de la literatura española, lo cual, en tiempos de excitación por la novedad y presentismo extremo, me consuela. De Biblioteca en llamas (Renacimiento, Sevilla, 2016), tomo y ordeno alfabéticamente algunos de los retratos, individuales y de grupo de quien también ha sido un nada indulgente narrador de la leyenda de Maiacovski en Prohibido entrar sin pantalones (2014).

Andreu (Blanca). “Yo era un chaval cuando salieron sus dos primeros libros y también caí rendido ante aquellos sinsentidos que proponían sus poemas. Ahora los leo y no me dicen ni gota y lo lamento mucho: me gana la sensación de que he perdido algo en todo este tiempo”. (p. 174).

Barthes (Roland). “El enamorado es el que vive en la espera”. (p. 92)

Bukowski (Charles). “Es bien sabido que con la figura del perdedor han hecho su fortuna muchos triunfadores”. (p. 96)

Cansinos–Asséns (Rafael). “Y hacía verdaderos esfuerzos por comprender toda la literatura que se hacía en su tiempo, hasta el punto de que hoy pende sobre su obra crítica la sensación de que fue demasiado generoso con casi todos, y cuando se halaga a demasiados autores es inevitable caer en la cuenta de que casi ninguno de ellos merezca la pena”. (p. 43)

Cernuda (Luis). “Se puso el planchado traje de la lírica anglosajona para ir al confesionario y le imitaron la pose hasta la hartura…” (p. 176)

Cura Valente. En cuanto a José María Ibáñez Langlois (1936), el sacerdote chileno inmortalizado por Bolaño en Nocturno de Chile (1999) como profesor de marxismo de la dictadura militar, Bonilla, quien además conoce a quien firma como el “cura Valente” como el gran crítico literario que es —descubridor y valedor, valga la redundancia, de Nicanor Parra— y poeta interesante, el xerazano nos dice: “Curiosamente a Langlois le pasa lo que a otro poeta cura (por mucho que uno represente al Opus Dei y el otro a la teología de la liberación): Ernesto Cardenal. Cuando se sujeta la lengua y la facilidad verbal, se acerca con más comodidad a la poesía. Como epigramistas valen su peso en oro, pero cuanto más ambiciosos se ponen, más farragosos resultan”. (p. 81)

Gómez de la Serna (Ramón). “De Proust no se puede decir esto: todo el que lo imita acaba con problemas de proustata. Ni de Borges, desde luego, ni de Nabokov: los borgesianos y los nabokovianos tienen que inventar otras sendas porque sus maestros eran los peores maestros, es decir, aquellos que no permiten que sus discípulos puedan ir un paso más allá. Sin embargo, Ramón es el maestro perfecto: abrió sendas que no exploró en todas sus posibilidades”. (p. 65)

Haikus. “Con Internet, los haikus se multiplicaron produciendo algo que quizá sólo pueda producir con los géneros que tienen la brevedad por condición sine qua non: que acertasen a escribir una pieza memorable y genial personas que sólo estaban destinadas a escribir esa pieza memorable y genial”. (p. 108)

Houellebecq (Michel). “Con su aspecto de travesti avejentado que lleva treinta años ahorrando para pagarse la operación quirúrgica y ahora que por fin tiene suficiente piensa que tal vez es demasiado tarde y para qué (y encima ahora la hacen gratis en la seguridad social)”. (p. 111)

Hughes (Ted). Bonilla encuentra en Cartas de cumpleaños (1998), el libro que Ted Hughes dedicase a Sylvia Plath, no “uno de los libros de poemas fundamentales del siglo XX” sino otra cosa capaz de secretar “un tono, un ímpetu, una emoción, un amor, una sabiduría, un no sé qué sagrado —sangre, sangrado— que nos remite a textos que se salen de la literatura. Es acaso lo más cerca que estuvo la poesía del siglo XX de Shakespeare”. (p. 118)

Orwell (George). “Leída, en 1984, a los diecisiete años, la novela de Orwell era una obra maestra del terror y la angustia. Una obra moderna en el sentido que le dio a la palabra Todorov, distinguiéndola de la literatura antigua: en ésta el horror está sólo al final del relato, en la literatura moderna el horror estaba presente a lo largo de todo el relato.” (p. 27)

Panero (Leopoldo María). “Su poesía es fácil de hacer, de hecho, es más fácil de escribir que de leer, pertenece a ese tipo de obras en las que el lector padece un nivel de exigencia mayor que el que ha padecido el autor”. (p. 127) De los cuatro Paneros, Bonilla se queda con Michi —un no/ escritor más postmoderno— aunque una vez pasados los Novísimos y la Movida, y cuando la transición española se quiso clásica, Juan Luis tuvo sus años de fortuna, según reconoce el xerezano.

Reyes (Alfonso). “Ponle un blog a Alfonso Reyes y no te falla ni una sola mañana, y tienes blog hasta por lo menos dos días después de que se acabe el mundo”. (p. 182).

Vallcorba (Jaume). “Consiguió que funcionara una marca, un estilo, sin ceder un ápice en su ambición de publicar excelente literatura”, dice Bonilla del sofisticado editor fallecido en 2014 y dueño del sello Acantilado, quien logró que Stefan Zweig se vendiera, nuevo, a 25 euros y no en librerías de viejo, a un euro.

Vanguardia latinoamericana “es el nombre de una rara enfermedad que padezco desde hace años, enfermedad que se manifiesta con una salivación excesiva cuando uno se encuentra en una librería de viejo o se coloca en una estantería de libros de poesía de los años diez, veinte y treinta del siglo XX y que a veces te puede perjudicar haciéndote gastar un exceso de dinero en volúmenes que luego no serían capaces de susurrarte un solo verso que merezca pintarse en la peor pared de tu memoria”. (p. 142)

Zaratustra. “Hay muchas discusiones acerca de cuál es la primera obra de la literatura moderna, pero habrá pocas en torno a la cuestión de cuál es la última obra de la literatura antigua: todos estaremos de acuerdo en que es el Zaratustra de Nietzsche”. (p. 19).

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