La mayor parte de la crítica aparece, se lee y desaparece en la prensa literaria. O al menos así lo fue durante más de un siglo, sobre todo durante la llamada Edad de la Crítica, a la cual pertenecen los ocho escritores retratados por Edward Mendelson (1946) en Moral Agents. Eight Twentieth–Century American Writers (NYRB, 2016).

Hace rato que leo a Mendelson, uno de los críticos de guardia de The New York Review of Books. Ante su libro me pregunto sobre su destino, como lo hago siempre ante estas rutinarias recolecciones de reseñas y ensayos, indispensables para nosotros los críticos, aunque sean de lo primero que el lector poco aprensivo, cuando trata de aligerar el peso de su biblioteca, se deshace.

Pocas colecciones de esa naturaleza han sobrevivido más allá del consumo solidario al cual nos vemos obligados entre colegas. Quizá Mitologías, de Roland Barthes, los Retratos femeninos, de Sainte-Beuve, Cuadrivio, de Octavio Paz, The Common Reader, de Virginia Woolf o los Solos de Clarín, se cuenten entre los volúmenes de ese tipo que algo le dicen a la gente de letras. Empero, es rara la carrera de un crítico ajena a esa, repito, rutina, la cual privilegia —ni modo— las necesidades del crítico sobre las del lector: que nuestro trabajo no sea tan obsoleto como se supone lo es el “periódico de ayer”.

Moral Agents reúne ensayos que Mendelson —ejecutor testamentario de Auden y uno de sus principales exégetas— y da comienzo con un prefacio descorazonador: uno de los principales críticos literarios estadounidenses se ve obligado a aclararle a sus lectores —que lo están leyendo en un libro editado por el mismísimo paper neoyorkino— la utilización del término “moral” a la francesa (aunque él ejemplifique con Tucídides), es decir como una descripción de maneras y costumbres de individuos, ciudades y pueblos, antes que un catecismo llamado a discernir, juzgando, entre el bien y el mal. Que esa aclaración sea necesaria dice lo suficiente sobre lo mucho que ha pasado desde que terminó la Edad de la Crítica, cuyo gran héroe estadounidense, Lionel Trilling (1905–1975), es precisamente el primero de los ocho “agentes morales” propuestos por Mendelson en estos “retratos masculinos” que siguen a The Things That Matter (2007), su quinteto sobre Mary Shelley, George Eliot, Virginia Woolf, Emily y Charlotte Brontë.

Trilling no sólo fue, famosamente, el primer profesor judío en obtener la permanencia en la Universidad de Columbia sino el último crítico literario en gozar de una fama internacional igualmente satisfactoria en la academia que en el periodismo. Apoyada en Freud y en la izquierda antiestalinista, denominaciones de origen de los “Intelectuales de Nueva York”, la crítica liberal de Trilling fue descontinuada por los estructuralismos hegemónicos, en calidad de antigualla, pasado el medio siglo.

Sin embargo, Mendelson, en Moral Agents, atina a decir que Trilling —de manera más casual que metodológica, según yo— coincidía con quienes pregonaban la muerte del autor y la primacía del texto, en darle la potestad al lector sobre el escritor. Para Trilling, cultura significaba no sólo “cultura del libro” sino aquello poseído por ese lector “moralmente obligado a ser inteligente”. Para bien o para mal, a diferencia de los gramatólogos, fue, mecenas de los clubs del libro, un democratizador.

El siguiente de los personajes invocados por Mendelson es Dwight Macdonald (1906–1982), casi desconocido en español (y quien apenas ha sido traducido al francés por los curiosos belgas), un trotskista en penitencia famoso por su polémicas, no de revolucionario, sino de “revolucionista”, amigo de exhibir sus propias contradicciones y afín a la Escuela de Frankfurt en su desconfianza ante la cultura de masas y el daño que podía causarle a la alta literatura, creando una muchedumbre de lectores superfluos y frívolos que ya los quisiéramos en el siglo XXI. Para ese público escribió Alfred Kazin (1915–1998), otro de los intelectuales de Nueva York, quien a diferencia de Saul Bellow (también presente en Moral Agents) y algunos de sus amigos, no hizo, detalla Mendelson, el periplo desde una juventud marxistizante a una vejez de neoconservador. Kazin envejeció de otra manera: como crítico literario no lo tentó el aforismo, esa fórmula tan propia del moralista en literatura, que mantuvo la vigencia de un Connolly. Pero los lectores, apasionados, si bien profanos, de Trilling y Kazin, dejaron de ser “el gran público” para convertirse en un puñado de excéntricos.

Gran importancia le da Mendelson a William Maxwell (1908–2000), creador de una forma cuentística idiosincrática como editor de The New Yorker y vindicado por su propia prosa, revalorada en su país. Pero los pesos pesados de Mendelson no pueden sino ser Norman Mailer (1923-2007) y el propio W. H. Auden (1907-1973). Reseñando dos de las biografías del monstruo sagrado por excelencia, Mendelson cita a Mailer, el novelista y el cronista, diciendo que “los mitos son tonificantes para el corazón de una nación aunque si se abusa de ellos resultan venenosos”… pero, ¿quién sino el propio autor de Los desnudos y los muertos, se pregunta el crítico en Moral Agents, abusó de esos “mitos americanos” hasta envenenar a sus lectores?

Mendelson cierra Moral Agents, con el poeta Frank O’Hara (1926-1966), uno de los últimos vanguardistas puros de Occidente, ahíto del Arte Total y con Auden. Nunca satisfacen las explicaciones dadas por Auden sobre su propio cristianismo, en el cual “renació” ante el horror del nazismo y mientras formalizaba su homosexualidad en Nueva York, viniendo del York británico, haciendo, por la misma vía, el viaje contrario que T.S. Eliot, su editor, quien huyó —es bien sabido— de San Luis Missouri rumbo a Londres. Y a diferencia de Eliot, Auden entendió el cristianismo como caridad —fue benefactor, a veces secreto, de no pocos conocidos en apuros— y a la oración como una manera de alejarse del ego: oír y escuchar al otro por definición. En la suya, Dios.

“Me descubrí judío gracias a Emerson”, confiesa Kazin en sus diarios. Fiel a la tradición del trascendentalismo, Edward Mendelson no puede sino encontrarle a la literatura —guardando todas las proporciones, cautelas y sanciones— un anhelo moral, el cual apuesta para que la tarea de los críticos sea algo más que “periódico de ayer”.

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