Se reunieron, la semana pasada, en la Ciudad de México los estudiosos de Samuel Beckett y me convidaron a hablar del episodio, conocido entre los entendidos, en el cual se cruzaron —para no reencontrarse nunca más­— el gran irlandés y Octavio Paz. Siendo director general de la UNESCO, otro poeta mexicano, Jaime Torres Bodet, se le ocurrió difundir nuestra poesía en francés y en inglés, en compilaciones de Paz. La versión francesa, prologada por Paul Claudel y traducida por Guy Lévis Mano, la editó Gallimard en París en 1952. Seis años después apareció su par inglesa en la versión de Beckett y con prólogo de C.M. Bowra.

Claudel y Bowra poco sabían del exótico encargo que recibieron y Beckett ignoraba el español —aunque sabía latín y desde luego, francés— según le confió a Paz. Ambos vivían de trabajos editoriales y diplomáticos antes de que aparecieran o se representaran sus primeras obras capitales y Paz recibió la extraña llamada de Beckett, cuando estaba —por encargo de su amigo el traductor Ricardo Baeza— trabajando en su parte. Conocía a Beckett superficialmente, según cuenta él mismo en “Samuel Beckett y la poesía mexicana”—aparecido en Vuelta en febrero de 1990 pero notícula excluida de las Obras completas—, porque ambos eran colaboradores de la revista Fontaine. Se encontraron, a petición del irlandés, en un café de la Plaza de Trocadéro y allí Octavio se enteró de que a Sam le habían propuesto la traducción al inglés de la misma antología. Confesada su ignorancia del español, Beckett dijo que lo ayudaría el hispanista y viajero Gerald Brenan y Paz mismo, quien estuvo dispuesto a auxiliarlo. Habían aceptado la chamba por estar muy bien pagada y eso los hizo reír.

No es inusual que un poeta, si traduce a su lengua materna, pida la ayuda de algún amigo para verter, a ésta, una lengua que desconoce. Paz mismo lo hizo muchas veces, como es el notable caso de las japonesas Sendas de Oku, de Matsuo Basho, hechas al alimón con quien después sería el embajador Eikichi Hayashiya y a quien gracias a Aurelio Asiain alcancé a conocer en Tokio, hace una década. Narra Paz su curiosidad ante qué pensaría Beckett de nuestra poesía, cuya continuidad y vigor asombró al absurdista. Le gustaron sobre todo Luis Sandoval y Zapata, Sor Juana y encontró cómicos los poemas tremendistas del suicida Manuel Acuña. La antología, por desgracia, llegaba sólo hasta Ramón López Velarde, lo cual privó a Beckett, se lamenta Paz en 1990, de conocer a los poetas mexicanos de la generación del irlandés, es decir, los Contemporáneos. La UNESCO, para no alborotar el gallinero en México, decidió no incluir (excepción hecha de Alfonso Reyes), a poetas vivos.

La versión que hiciese Beckett de López Velarde, sobre todo de “Mi prima Águeda”, resultó memorable para Paz y quizá gracias a su recomendación figura en la antología de traducciones hecha por Charles Tomlinson para Oxford. José Emilio Pacheco, en una recopilación recién aparecida (Ramón López Velarde. La lumbre inmóvil, ERA, 2018) retomó el asunto e interrogó a lectores ignorantes del castellano y todos encontraron extraordinario el López Velarde de Beckett.

Este encuentro entre dos futuros Premios Nobel, en el amenazado París de la Guerra Fría, fue más fructuoso que aquel de 1922, entre Joyce y Proust (ninguno de los dos nobelizados, por cierto), tan mentado, habida cuenta de que nada de interés se dijeron uno y otro. Beckett, salvo en las cartas que en la época intercambiaba con el crítico de arte Georges Duthuit, donde menciona de pasada al Señor Paz “suprimiendo y adjuntando poemas” (The Letters of Samuel Beckett, 1941–1956, p. 179), se olvidó de la poesía mexicana. Lamentó después haber hecho, según JEP, aquel “horroroso trabajo”. Paz, en cambio, ofreció versiones un poco distintas del episodio.

En los años 70, la biógrafa de Beckett (luego lo sería de Simone de Beauvoir), Deirdre Bair agarró de mal humor a Paz, quien le expresó por carta su desinterés en agregar algo al asunto de la traducción de Beckett, tema en el cual no le interesaba aparecer mencionado. Más tarde le escuché decir que Beckett había sido un eurocentrista y que el mundo era algo más vasto que un matrimonio desavenido parloteando cada uno desde un bote de basura. Esa debe ser la época en que Paz discutió con Eliot Weinberger las “execrables” traducciones de Beckett, según leo en una nota de Jaime Perales Contreras, aparecida en Literal. Esta discusión pertenece a un libro de arte titulado The Bread of Days (1994), del que se imprimieron apenas una docena de copias, con algunas de las versiones beckettianas de nuestra poesía. Perales considera, como JEP, que Mexican Poetry. An Anthology (la edición más reciente es de Grove Press, 1985), merece leerse.

Aunque en las Obras completas, Paz menciona a Beckett varias veces, pero al paso, entre los principales escritores del siglo, creo que la ambivalencia de Paz hacia Beckett se relaciona con el surrealismo y la posición de ambos jóvenes hacia este en 1950. La pista está en qué pensaba Beckett de André Breton. Pues no lo convencía la polarización Sartre–Breton que sufría Francia, según le cuenta a su corresponsal Duthuit. En ese momento, la militancia surrealista de Paz estaba en su momento de mayor fervor mientras Beckett era, al menos para el público, un compañero de viaje de los existencialistas, quienes tenían por cartucho quemado a Breton y a su movimiento, un vetusto exotismo de exportación.

En el humor negro ­—excluyendo a Sartre­— hubieran debido encontrarse Breton y Beckett.

Finalmente, Asiain otra vez me invitó a mencionar en la segunda edición de mi biografía de Octavio Paz, de próxima aparición, las primeras líneas de Molloy (1961), de Samuel Beckett, donde el narrador, en el cuarto de su madre, dice: “Quizá estoy aquí gracias a este hombre que viene cada semana. Aunque él lo niega. Me da un poco de dinero y se lleva los papeles. Tantos papeles, tanto dinero”.

Quizá algún novelista se ocupe de convertir a ese “hombre” en el Señor Paz.

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