Dedicado a examinar la literatura contemporánea durante los años que lleva el siglo XXI, no encuentro mejor manera de empezar que honrando a mis muertos ejemplares, aquellos escritores quienes, por buenas o malas razones, me importaron y cuya desaparición, a lo largo de 17 años, me obligó a descubrirme, tratando de encontrar en la partida de lo viejo las claves de lo nuevo.

Comienzo por orden alfabético y aparece primero Mario Benedetti (1920–2009), cantor de la gesta guerrillera latinoamericana en El cumpleaños de Juan Ángel (1971). En Benedetti, el sentimentalismo, aliado al odio ideológico, infestó a la literatura latinoamericana de panfletos. Como poeta tuvo un oído del cual carecieron otros escritores comprometidos y por ello, su obra sobrevivirá mejor que en ninguna parte, en la guitarra, instrumento abominable aunque con él se sigan las notas de Boccherini. Y al mismo campo político perteneció ese argentino de México que terminó por ser Juan Gelman (1930–2014), poeta gallardo en la recuperación de su nieta, hija de desaparecidos. Habiendo salvado a la hija de sus hijos, pedir perdón por la violencia revolucionaria hubiera hecho de Gelman el portador de un aliento de reconciliación del cual la Argentina, dijo Óscar Del Barco, marxista cristianizado, estaba urgida. No lo hizo.

En cambio, poco importan las ideas políticas de otro perseguido, Augusto Roa Bastos (1917–2005), pues la geometría de la que se sirvió para retratar al Doctor Francia del Paraguay, le permitió escribir, en el competido terreno de la novela del dictador latinoamericano, ese Yo, el supremo (1974), acaso el más excéntrico de esos monstruos perdurables. Lo es gracias al lenguaje, tan original, entre castizo y guaraní, como intransferible fue el castellano único de Daniel Sada (1953–2011), milagro lingüístico de las letras mexicanas, de igual manera que Roberto Bolaño (1953-2003) le dio, con una lengua universal, una nueva vida a dos géneros novelísticos que parecían agotados: la iniciación poética (Los detectives salvajes) y la novela del horror histórico (2666).

Murió Aleksandr Solzhenitsyn (1918–2008), el sobreviviente del Gulag, de los pocos que podrían gloriarse de cambiar la historia con un libro. También se fue la novelista alemana Christa Wolf (1929–2011), espía de la Stasi y espiada por la Stasi, víctima y verdugo. Y lejanos de nuestro jesuitismo latinoamericano en su avatar marxista, Leszek Kolakowski (1927–2009), Simon Leys (1935–2014) y Jorge Semprún (1923–2011), el sobreviviente de Buchenwald, dedicaron sus vidas a explicarse el totalitarismo del cual fueron víctimas. El jansenista polaco y el español, “socialista a fuer de liberal”, sufrieron en grados diversos la maldición del totalitarismo, estalinista y hitleriano. Desde la novela-denuncia o las memorias y a través del tratado académico desmontaron ese fenómeno, propio del siglo XX y nos dejaron, con su inteligencia y en su dignidad, bien advertidos. El jansenista Kolakowski escribió la gran historia del marxismo y Leys desenmascaró en Francia a la más lamentable de las modas universitarias, por ígnara e irresponsable, la maoísta, de la misma manera que Semprún prefirió la intemperie a ese Partido Comunista donde podría curarse, gracias a la fe, del campo de concentración nazi.

En cambio, la muerte precoz de Sergio González Rodríguez (1950–2017) pertenece, plena, al siglo XXI: abierto al pensamiento de nuestro tiempo, con tino o sin él, desde Huesos en el desierto (2002), el periodista mexicano se sintió obligado a deletrear una nueva teoría de la violencia que fuese eficaz para su erradicación. No es casual que González Rodríguez haya sido discípulo de Carlos Monsiváis (1938–2010): los unió un idéntico horror ante el crimen social pero escogieron maneras distintas de desentrañarlo. Monsiváis lo hizo mediante las virtudes teologales; González Rodríguez, a riesgo de perder la razón, hurgando en los misterios iniciáticos.

Los franceses Julien Gracq (1910–2007) e Yves Bonnefoy (1923–2016) o el inglés Geoffrey Hill (1932–2016) sobrevivieron en una época que les era ajena. Al novelista Gracq, disidente del surrealismo, su larga vida lo asocia a El mar de las Sirtes (1951), donde dos naciones enemigas se temen pero dilatan siglos en enfrentarse, obsesión suya desde que fue recluta durante el drôle de guerre en 1940, angustia que el poeta Hill, un enamorado de Péguy y de su fascinación por Clío, la musa de la historia, hubiera comprendido. Bonnefoy, como Michel Tournier (1924–2016), amaron otra cosa. Uno, la imantación poética del mundo material; el otro, la sobrevivencia de los mitos, hebreos o modernos, en la novela: Robinson Crusoe, los Reyes Magos, San Cristóbal y el ogro. No en balde, tanto Bonnefoy como Tournier, fueron amantes y ejercitantes de la mitología comparada, a la cual no concebían ajena a cierto ateísmo religioso. Y también murió un nostálgico del Medievo que no se cansa de hablarnos desde ultratumba: el filósofo social Iván Illich (1926–2002).

Testigo de la historia, el poeta chileno Gonzalo Rojas (1916–2011) la sometió al arbitrio lírico del amor carnal. Y mientras Rojas se remitía a Heráclito y a Homero y a otros “niños” fundadores, la saga de Álvaro Mutis (1923–2013), poeta e inventor de aventureros, le daba la espalda al mundo moderno, convencido, como Jünger y contra quienes pregonan la excepcionalidad criminal del siglo XX, de que nada es nunca nuevo en cuanto a la barbarie se refiere. El súper poeta Rojas creía lo mismo, pero del amor sexual: su eternidad yace en que hecho una primera vez se hace y deshace, idéntico y múltiple, para siempre. Al final, releyendo la lista, por fuerza muy incompleta, de mis muertos ejemplares, coloco a tres críticos: Elizabeth Hardwick (1916–2007), Alejandro Rossi (1932–2009) y Hugh Kenner (1923–2003). Ella, en el corazón del Nueva York intelectual, hizo del periodismo literario una forma del temperamento. Rossi, en las revistas de Octavio Paz, dejó la filosofía analítica para escribir algunos relatos excepcionales y hacer de la crítica cultural y política una moralidad estilística. Y Kenner pudo presumir de haber logrado con The Pound Era (1971) lo que pocos críticos: un libro con luz propia que ilumina al clásico que lo hizo posible.

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