Hace ya más de 30 años, cuando escribí por primera vez sobre David Huerta, me referí a su “persona poética”. Con temor a ser inmodesto, creo no haberme equivocado al leer El ovillo y la brisa (Era, 2018), su más reciente libro y ponerme al día con no poco de sus últimos ensayos y poemas, desde El correo de los narvales (un tratadillo de nerudología impreso en 2006), Canciones de la vida común (2008), El vaso del tiempo (2017) y After Auden (2018) no sin hojear, también, La mancha en el espejo. Poesía (1972–2011), compilaciones donde habitualmente se relee, como es obvio, pero a su vez refulge un recuerdo vago y saltan versos vistos sin haber sido leídos.

Si los modernos validaron un viejo uso —la literatura tiene frecuentemente como tema la propia literatura—, la poesía de Huerta menos que poesía para poetas —hubo algún tiempo en que así se le quiso descalificar—, tiene como protagonista polimorfo a la persona poética del autor, quitándose y poniéndose la máscara, como es habitual en los grandes poetas —y Huerta vaya que lo es a sus casi 70 años—, de la autobiografía. Ésta última —comentario dedicado a los descubridores del hilo negro— es siempre una autoficción. No en balde pasó Freud por este mundo sublunar y acaso la más lograda de las autoficciones poéticas sea la impersonalidad postulada por T. S. Eliot.

A El ovillo y la brisa lo componen poemas en prosa, prosas poéticas y casi un cuento. Todos los textos ocurren en “la mente del poema” descrita por William Carlos Williams y asumida por Huerta, en El vaso del tiempo, como el inmenso continente donde actúa su persona poética. Este personaje, bien surtido por el vestuarista, entra y sale a escena, como ocurre en “Los grandes almacenes”. Está inmerso en una imaginería surrealista o quizá más propiamente, de Jules Verne. Solitaria, esta creatura, a veces beckettiana, se prohíbe ­—ante su situación de descubridor de un universo paralelo— la quejumbre, el patetismo, los cisnes degollados, los “anudamientos del angst”, las “farmacopeas de ningún yo” o “las estridencias de terciopelo para las envolturas egocéntricas”.

La persona poética reniega de los artilugios habituales en el yo poético, para desplazarse con toda inocencia por un mundo adánico: esos almacenes donde ha de nombrarlo casi todo con la imaginación lexicográfica, la adjetivación endiablada y esa sabiduría métrica puesta al servicio del lector de a pie, las tres virtudes cardinales del autor de Incurable (1987), uno de nuestros grandes poemas del siglo pasado.

Páginas adelante la persona poética se presenta como monstruo, un Segismundo escribiendo “una epístola dirigida a sí mismo” donde describe el universo gracias a los diccionarios. Los mamotretos, en “una estantería diabólica”, lo auxilian a confabular versos, los cuales “se acumulan hasta configurar vastos poemas” al tiempo que “memoriza sus pensamientos como si fueran aforismos”. Pero dejemos a Segismundo condenado en la neblina para pasar a otra creatura, “el joven poeta (que) pone la palabra ‘demonio’ en un verso”, inadvertente del exorcismo cometido, a la cual sigue otra forma de la persona poética, la del ocioso “poeta hermético”, cuya mano ha quedado herrada por la caridad mediante una “silueta de golondrina”. Están, desde luego, otros personajes desprendidos de la persona poética, tras homenajear a Manganelli, como el payaso de las bofetadas o el soldado universal, un judío errante de la guerra. A veces, en El ovillo y la brisa se nos invita a ver el horizonte de Huerta “en–la–inclinación–Max–Ernst de la perspectiva” o a través de una idea que abre su “gabardina fenomenológica” para arremeter contra antropólogos, semióticos, litterati y “aprendices de novelistas de éxito”.

Vale aclarar que, cultísima, esta persona poética no es libresca. En el mejor sentido de la palabra, Borges fue falsamente libresco. Pero en él, libros y citas, reales o imaginarias, no eran, como en Huerta en El ovillo y la brisa, invenciones libérrimas de la persona poética, sino ficciones rigurosas, objetivas. Muchos críticos literarios (y casi todos los profesores) podemos ser, en cambio, librescos porque apelamos a la autoridad de las obras con fines didácticos, teóricos o proselitistas. Y libresco, en el mejor sentido de la palabra, es el propio Huerta en El vaso del tiempo (Vaso roto) donde, cuando se concentra, logra una prosa magistral. Que enseña, que da clase, sea sobre Góngora y Villamediana, Gilbert Highet, Tycho Brahe o Manuel José Othón y “la sangrienta flor del cristianismo”, en un extraño libro mexicano donde se habla del católico versicular argentino Francisco Luis Bernárdez, a quien casualmente leí de niño y nunca olvido, o de Geoffrey Hill, el gran poeta británico recién fallecido quien pagó —me entero gracias a Huerta— la deuda inglesa con Lope de Vega.

“La broma y el patíbulo” bien puede ser una narración sobre la escritura y la manera cómo las frases se aíslan en la mente, cuando un supuesto no-poeta apaga la televisión para ser atacado por la “andadura rítmica” y sus posibilidades, donde el título del texto es la manera como se aparece ante nosotros la persona poética de Huerta. La persona es espiritualmente plural, la voz suele ser única.

Por ejemplo. En Canciones de la vida común, del propio Huerta, hay referencias, en un poema, a Stevens, Garcilazo, Conrad, Ovidio y Mallarmé, las cuales no van en desmedro del poema aunque no emanan, como en El ovillo y la brisa, de la persona poética. En contraste, “Luz dividida en Madrid” nos invita a mirar “el cuarto donde Rubén Darío trataba de escribir”. Pero este poema en prosa no es acerca de Darío ni sobre un manuscrito de Juan Ramón Jiménez desplegado por allí ni refiere a Amado Nervo, quien no aparece, pero podría haberlo hecho. De luz se viste aquí la persona poética de David Huerta, una luz que divide la habitación, la rendija gracias a la cual leemos.

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