Ignorando, como lo ignoro, cuando comenzó el posmodernismo y sabiendo que toda época que se autocalifica incurre en facundia, nublando la fecha de su caducidad, no sabría yo decir si Jonatham Lethem (Brooklyn, 1964) es un escritor posmoderno. Puedo decir, en cambio, que ha defendido el plagio en un ensayo que a su vez es una prueba —un tanto ociosa a mi entender— de que todo es intertextualidad, exponiendo, al final —se titula “The Ecstasy of Influence”— las fuentes verificables de cada una de sus citas. La ansiedad holística de Lethem, formado en una familia de activistas sociales y de artistas experimentales, no deja de ser sorprendente: quiso ser pintor antes que escritor (como nuestro Salvador Elizondo), es editor de las novelas de Philip K. Dick en The Library of America y él mismo ha practicado la ciencia ficción, el género negro, el cómic y la novela social, entre la cual puede contarse Los jardines de la disidencia (PRH, 2013).

Como es frecuente entre muchos de los cantores de gesta del progreso en las artes, por ventura, Lethem —hijo de judía y de irlandés y crecido en Brooklyn cuando todavía era un barrio bravo— no es muy consecuente y salvo algunos capítulos que —como sus admirados Cortázar y Bolaño— ha colocado allí para que el lector se los salte, Los jardines de la disidencia cuenta una triste historia, muy “americana”, bastante tradicional, en el rumbo de Theodore Dreiser y de su finado maestro Philip Roth.

Es la historia de un país que lo “tenía todo” para llevar la victoria revolucionaria al proletariado industrial. Así lo pensaron Marx, Emma Goldman, John Reed y aún en 1940 fue profetizada por el pobre Trotski, en aquellos años 30en que todavía los Estados Unidos parecían, engañosos, un país europeo con izquierda, masas y movimiento sindical. Resultó ser la fortaleza invencible del capitalismo, república imperial criadero de trostkistas reconvertidos en neoconservadores o de los sufridos militantes del Partido Comunista de los Estados Unidos, de cuyo seno es expulsada —primera línea de Los jardines de la disidencia— por sostener un amasiato con un policía negro, durante el macartismo, Rose Zimmer, la heroína de Lethem.

Saga familiar a través de tres generaciones, Los jardines de la disidencia me recordaron a mis propios y lejanos años militantes cuando me topé en San Diego, California, con un viejo comunista gringo quien me dijo, lúcido, “aquí ser comunista es tan banal como ser Adventista del Séptimo Día”, una disidencia que, a diferencia de las propiamente religiosas brotadas del árbol protestante y amparadas por la Primera Enmienda, era de obediencia peligrosa hasta la caída del Muro de Berlín.

En la página final de la novela de Lethem —un erudito en la historia de la izquierda estadounidense—, Sergius Gogan, nieto de Rose Zimmer, se enfrasca en un incidente de aeropuerto, acaso sospechoso de terrorismo por haber llegado demasiado temprano a la terminal, encendiendo las alarmas de las leyes patrióticas ordenadas por Bush II tras el 11 de septiembre de 2001. Interrogado, el nieto —en efecto un radical altermundista admirador de los okupas de Wall Street y del 15-M español— considera inútil decirle a los agentes de seguridad que están por arrestar a un American Communist, pues estos ignorarían qué significan o qué significaron ese par de palabras, una olvidada travesía en el desierto.

En su estilo discontinuo, barroco, enervante, Lethem va tejiendo un mundo no por conocido menos evocador. Los jardines de la disidencia es, desde luego, otra novela judía norteamericana, aunque no sé si a Lethem le alcance para llegar a pertenecer a los “Big Jews” que admira, concentrado en cómo el ser comunista de Rose Zimmer es una universalidad desplegada para abandonar el particularismo judío, como lo fue para tantos bolcheviques internacionales. En el caso de ella, sus amores con el policía negro Lookins son condenados por el puritanismo habitual en el Partido Comunista, pese a que Rose Zimmer se adelantaba una década viviendo libertades sexuales e igualdades raciales a las cuales era alérgico el estalinismo.

Rose Zimmer, culmina sus días en la senilidad. Le es indiferente su libro favorito —la canónica biografía de Lincoln obra de Carl Sandburg, el único poeta que hasta la fecha ha hablado ante una sesión conjunta del Congreso, convocada en ocasión del 150 aniversario del nacimiento del prócer— y apenas la atiende el hijo de su amante negro, mientras su hija, aún más furiosa en el odio de sí misma como hija del imperio, desaparece en la Nicaragua sandinista, a donde fue parar junto a su esposo, un cantante folklórico irlandés. Su desamparo, tan estadounidense, habla mucho de una sociedad indiferente a las formas seculares de comunidad. Incapaz de volverse anticomunista —detesta a los Koestler y Compañía—, Rose Zimmer, desde Sunnyside Gardens, en Queens, vio partir a su marido rumbo a la República Democrática Alemana, donde ni la mediocre vida del señor quedó libre de ser fichada en los archivos de la Stasi. Ella, al final —ocurrido durante los años de Reagan— sólo se complace de haber besado, quimérica, a su siglo.

Cada vez que leo una novela estadounidense —con la excepción de las de Cormac McCarthy— me suelo encontrar, como en la de Lethem, con esa vocación imperial —lamento la obviedad del concepto— por escribir “la novela americana”. Lo han intentado todos, desde Dreiser hasta Pynchon y los más jóvenes siguen en eso (alimentados de lo que ya Norman Mailer no les ofrece pero sí las nuevas series de televisión y la red entera), convencidos de que juntando cada uno de esos fracasos particulares escriben ese gran y único libro redactado por una generación tras otra, como una suerte de ininterrumpido destino manifiesto. Estar empapados del “Zeitgeist vernáculo de la cultura pop” –como lo llama Michael Greenberg en The New York Review of Books­– convierte a los actuales novelistas de los Estados Unidos en los más extravagantes entre los nacionalistas. Aun los más experimentales (y los hay más que Jonathan Lethem, al fin y al cabo, otro lírico admirado por Nueva York y su universo expandido) sostienen esa obsesión decimonónica, consistente en que toda nación cabe en una novela, sabiéndola acomodar.

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