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Definir a un intelectual, nos dice Alan S. Kahan en Mind vs. Money. The War Between Intellectuals and Capitalism (Transaction, 2016), es tan complicado como definir a la pornografía ante la cual, en un caso de pretendida obscenidad, un juez de la Suprema Corte de los Estados Unidos, admitió que no sabiendo cómo definirla, la podía reconocer sin ningún problema. Algo similar ocurre con los intelectuales a quienes es fácil caricaturizar, pero es cosa ardua clasificarlos. Actualmente existe una definición amplia que involucra a todos los egresados de las universidades (inclusive, por qué no, a los científicos que exponen ideas) y otra más selecta, la cual remite, según Kahan, a una “pseudoaristocracia” autodefinida por el mérito en todas las artes y a través de la producción ideológica, distinguible por su lenguaje y en la mayoría de los casos, enemiga del sistema político-económico que la alberga y a veces hasta la sostiene materialmente.
Los intelectuales anticapitalistas de ayer y de hoy —que son el sujeto principal del libro de Kahan— son una suerte de réplica de los monjes medievales. Que tengan o no dinero los intelectuales, es secundario y es muy común que detesten a quien se lo da. Importa su odio al dinero, a quien lo produce (o lo roba a través de la propiedad, según Proudhon) y a aquel capaz de retenerlo, acrecentarlo o simplemente disfrutarlo. Esa es la característica central de los intelectuales, según Kahan. En palabras de William James, si el empresario tiene, el intelectual es, al grado de que su versión más folclórica, el “bohemio” es perfectamente distinguible por una serie de rasgos de informalidad un tanto cómica, desde Diógenes de Sínope, hospedado en un tonel y a quien Alejandro el Grande le tapó el sol, hasta los beatniks y los hippies, pasando por pintores como Toulouse-Lautrec o Marx, a quien la policía prusiana a cargo de espiarlo definía, así, como un “bohemio”. Aislados de la sociedad burguesa, entre el siglo XIX y el XX, según aprecian tanto amigos como enemigos del capitalismo, los desarraigados intelectuales vieron en las revoluciones obreras su reintegración a la comunidad. Pero mientras los anarquistas, y después los maoístas, solían invitar, de buena o mala manera, al intelectual a disolverse en la masa, el leninismo —en un punto sobre el cual Marx no se pronunció previamente con claridad— ordenó que al intelectual revolucionario le correspondía no sólo llevar la conciencia de clase a los trabajadores sino dirigirlos, contra el capitalismo, en un partido militante y de clase.
Habitante de una torre de marfil, esa “aristocracia accidental”, dice Kahan, se distingue entre los que ansiaron encerrarse bajo siete sellos en ella, como Flaubert o quienes diseñan una revolución para dinamitarlo todo, empezando por su propia torre, como Giangiacomo Feltrinelli, el millonario editor radical a quien le explotaron, en las manos, los explosivos con los cuales pretendía pasar de la teoría a la práctica: marxista consecuente como pocos, se autoliquidó. En el XIX, lo burgués fue odiado, por los intelectuales, como un filisteísmo de clase media pero no encarnaba en esa derrotada aristocracia la cual, con frecuencia, ha contado con la simpatía o conmiseración de no pocos socialistas. Así que, como decía Nabokov: para Flaubert, un bohemio como Marx era la encarnación del burgués y para Marx lo era un Flaubert, rentista.
Kahan, en su búsqueda de los orígenes del odio del intelectual contra el dinero, que según él consiste “en no tener dinero ni producirlo y si lo tienes dárselo a los pobres”, se va hasta la antigua Grecia. Allí encuentra en Platón y en Aristóteles las características primordiales que ya no abandonarán nunca al intelectual occidental: ajeno a la nobleza y dedicado a la enseñanza y la escritura, siempre en pleito con sus congéneres y aspirante a aconsejar al príncipe en qué es bueno para el pueblo. Con los siglos, el asunto se invertirá y los consejos serán para los desposeídos contra quienes los gobiernan. Aristóteles, al parecer, fue el primero en censurar lo “crematístico”, es decir, la acumulación excesiva e inútil de riqueza.
Pero naturalmente fue el cristianismo la religión que más atrajo a los enemigos del dinero, haciendo de la templanza propuesta por Séneca —el rico debe autocontenerse en beneficio de su espíritu estoico— la asociación del dinero con el demonio. Paradójicamente, mientras la Iglesia, entre Constantino y Carlos V, se apoderaba del poder temporal y sus riquezas mundanas, los primeros 1500 años de la Cristiandad, cuenta Kahan, fueron una verdadera revolución social basada en la renunciación a todo bien material por parte de miles y miles de cristianos, entre los cuales, los más célebres ya eran, en su calidad de monjes y frailes, intelectuales, fieles a Cristo pero adversarios más o menos contenidos (excepciones: Francisco de Asís y Lutero) de su propia y enriquecida Iglesia.
Ocurrió después, entre los siglos XVII y XVIII, la única “luna de miel”, tal como leemos en Mind vs. Money, entre los intelectuales y el dinero, a través de Kant, pero sobre de todo de Smith, Hume y Montesquieu, los cuales encontraron en el comercio, fuente de la verdadera riqueza, el bienestar —más tarde llamado democrático— de la humanidad. Más que compartir una fe, dirá un buen lector de Smith, comerciar es aquello que hace iguales a los hombres. Ha sido muy discutida la tesis de Weber sobre la influencia protestante en el desarrollo del capitalismo, pero no puede negarse que al separar la fe de las buenas obras, la Reforma permitió un respiro entre la mente y el dinero, misma que se rompió, tal vez para siempre, con Rousseau y la Revolución francesa cuya autoría intelectual le ha sido atribuida.
Durante los siglos XIX, XX y lo que va del XXI, la guerra entre la mente y el dinero no ha cesado ni muestra signos de terminar. Tuvo como protagonistas al comunismo, al antisemitismo, al fascismo, a la doctrina social de la Iglesia y hasta al mismo Tocqueville, quien según Alan S. Kahan, ha sido el peor defensor que pudieron haberse granjeado el capital y su sede mundial, los Estados Unidos.