Anglófilo español en el delgado linaje de Blanco White y Javier Marías, el poeta Jordi Doce (Gijón, 1967) dedica su vida de escritor a la traducción, entre otros, de W.H. Auden y T.S. Eliot y cree, como éste último en Cuatro cuartetos, que “La única sabiduría que cabe adquirir/ es la sabiduría de la humildad”. Teniendo por suya esa divisa, he leído dos de sus libros: La ciudad consciente. Ensayos sobre T.S. Eliot y W.H. Auden (Vaso roto, 2010) y Zona de divagar (Vaso roto, 2014). Me quedan pendientes sus Lecturas de poesía hispánica (2013), las cuales me interesan pues Doce es uno de los pocos capaces, en la península, de comparar con acierto a la poesía en español escrita en ambas orillas del Atlántico.

La ciudad consciente no es otra cosa que los prólogos y estudios antepuestos por Doce a sus traducciones —estupendas— de Eliot y Auden. No siempre una buena antesala es igualmente acogedora desprendida de la reunión a la cual nos convida. Todos quienes escribimos ensayo crítico (que no es lo mismo que el ensayo a secas, también practicado por Doce pero en Zona de divagar), sabemos que a veces una buena introducción no funciona huérfana de su continente o, al contrario, se leen mejor, solitarios, textos llamados a presentar obras, personas o ideas.

En el caso de las traducciones, éstas hablan por sí solas y más aún si son presentadas en formato bilingüe. Si los poetas traducidos, como es el caso de Eliot y Auden, son célebres, proemios y prefacios, con frecuencia, salen sobrando. No es el caso, me alegra decirlo, de La ciudad consciente: Doce no se arredra ante la colosal bibliografía sobre Eliot, acaso el poeta más importante de la primera mitad del siglo XX y prefiere ignorarla, dejando ver (hay otras —Frye— que apenas se escuchan) sólo dos fuentes principales: la testaruda biografía de Lyndall Gordon, sudafricana y oxoniense, quien hizo su Eliot (1998) constreñida por los derechos de autor y el estudio de Martin Scofield (1988) dedicado a The Poems, de Cambridge.

La humildad en el procedimiento rinde frutos, pese a la prosa, a veces un tanto plúmblea, de Doce y el lector tiene lo esencial. Y algo más. Sabe el poeta de Gijón que el interregno posmoderno previsto por Eliot en “De Poe a Valéry” (1948) ha durado demasiado o se ha convertido en una era de difícil clasificación, tal cual lo profetizó el autor de La tierra baldía: “El art poétique cuyo germen hallamos en Poe, y que da fruto en la obra de Valéry, no puede ir más lejos de lo que ha ido. No creo que esta estética pueda ser de ninguna utilidad para futuros poetas. Qué tomará su lugar, no lo sé. Una estética que simplemente lo contradijera es inaceptable. Insistir en la importancia absoluta del asunto, insistir en que el poeta debería ser espontáneo e irreflexivo, que debería depender de la inspiración y descuidar la técnica, sería descender de lo que en cualquier caso es una actitud altamente civilizada a otra bárbara”. Temía entonces Eliot que un Valéry llevado al bizantinismo fracasaría “Debido a una tensión creciente contra la mente humana y los nervios habrán de rebelarse…”

El ensayista Doce, traductor de los que muestran al lector cómo proceden, no necesita citar a Schuchard, Julius, Donogue o Moody, para afrontar viejas querellas eliotianas, como si al convertirse al anglicanismo se quedó a medio camino, como lo pensaba Paz, o si hay una paradoja en el conservadurismo largamente cosechado del “modernista” ante el Altísimo. En el primer caso, Doce dice que la Iglesia Anglicana satisfacía, a diferencia de la católica, una subordinación al Estado, grata para el poeta comunitarista, comunitarismo, agrego yo de paso, escasamente británico pues dejaba ver a un cristiano yanqui nacido en Missouri. En el segundo, Doce no acaba de afirmar lo indubitable: el “modernismo”, más que conservador, es reaccionario. De ese asunto tuvo una conciencia más clara y por ello más desgarrada, Auden, ante quien no sólo Doce, sino todos sus lectores, nos sentimos más cómodos, en el sentido de Edward Mendelson, de que fue “El primer poeta de habla inglesa que se sintió a sus anchas en el siglo veinte”, acogiendo “Todas las condiciones enfermizas de su tiempo”.

Leída esa cita de Doce y leyendo ya Zona de divagar me pregunté a mi vez si el ensayista español es de aquellos que se sienten cómodos en su tiempo. Me parece que sí, empeñado su voto en “la razón animal” capaz de protegernos de la demencia, sin “demostraciones ni razonamientos” propuesta por Santayana, con la cual concuerda Doce al elogiar el Manual del distraído (1978), de Alejandro Rossi. Comodidad que desde luego no es conformidad, sino aceptación, a veces gravísima o al menos estoica, antinietzscheana, que al decir de Rossi consiste en “Creer en el mundo externo, en la existencia del prójimo, en ciertas regularidades, creer que de algún modo somos únicos, confiar en determinadas informaciones, corresponde no tanto a una sabiduría adquirida o a un conjunto de conocimientos…”

La cita de Rossi la eligió Doce y encuentro en Zona de divagar la conjunción entre la humildad, un tanto farisea si a su vida nos remitimos, de Eliot y la fe animal de Santayana, tan difícil de aplicar en política, lo cual, tras reseñar a Cortázar como deudor del surrealismo o a Houellebecq como otro comunitarista a su pesar y pese a su mal humor, me permite regresar a Auden (tras 1914 hay que sospechar del hombre liberado por la Revolución francesa, decía) y en Zona de divagar, leer a Ted Hugues, para quien “Tenemos al fin, por si hacían falta, pruebas circunstanciales de que el hombre es un animal político, un número dentro de un Estado: la evidencia ha sido medida en millones de cadáveres”.

No parece creer Doce, no lo indican sus divagaciones en torno a Czeslaw Milosz, que haya que culpar al monstruoso sueño de la razón cartesiana de los totalitarismos del siglo XX sino “A la perversión exacerbada de pulsiones bajorrománticas” que involucran a Hamman y a Herder y de allí a Beethoven y a Hitler, como creía Isaiah Berlin. En purgar al romanticismo de su intransigencia mediante la humildad de la fe animal puede resumirse, siendo muy esquemáticos, a ese pequeño filósofo, a la manera de Azorín, que es Jordi Doce.

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