Christopher Domínguez Michael

En China y sin crucifijo

21/09/2017 |00:50
Redacción El Universal
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Confieso que ya me había fatigado de intentar, con escaso éxito, la comprensión de I.A. Richards (1893–1979) y William Empson (1906–1984), el par de críticos ingleses, maestro y alumno, que tanto barullo causaron antes de que los borrase, apropiándoselos al parecer con voracidad e injusticia, la llamada “teoría francesa”. Me olvidé de ellos hasta cuando me topé con On Empson (Princeton, 2017), de Michael Wood, autor, entre una obra muy variada, de un viejo Stendhal (1971) y de una reflexión vitalísima sobre Yeats and Violence (Oxford, 2010).

Ante el opúsculo de Wood, me dije, modestamente, ¡Eureka! Mis cansados y frustrantes recorridos por Siete clases de ambigüedad (1930), traducido en México hace una década o por Some Versions of Pastoral (1935), recibieron finalmente su recompensa, aunque en mucho disfruté de la elefantiásica biografía en dos tomos de Empson (2005 y 2006) por John Haffenden, la cual me había hecho concluir que el oscuro crítico inglés al menos había tenido una vida en el Extremo Oriente tan inolvidable como su luenga barba victoriana desprendida desde su papada.

En búsqueda de Richards volví al tumbaburros de René Wellek, su Historia de la crítica literaria moderna e hice mío su desdén por el inventor de la crítica práctica. De la confusión mental que le adjudica Wellek, saqué mis propias conclusiones. Richards, y en menor medida Empson, fueron víctimas de lo que hasta 1959, ya tarde en el siglo, C.P. Snow sintetizó con aquella querella entre las dos culturas: las viejas humanidades y las modernísimas ciencias. Eran aun reos del prestigio positivista decimonónico de la ciencia pero la ola freudiana, “irracional”, les quitaba el sueño a Richards y Empson, quienes trataron, rudimentariamente, de introducir a la psicología en la crítica literaria sin haber discutido previamente (empiristas y no franceses) si la literatura podía ser examinada de esa manera, sin atreverse, prudentes, a convertirla en una ciencia del lenguaje. Por ello sus libros son a la vez tan sabios y tan escolares, plenos en descubrimientos fantásticos y en trucos profesorales, de aquellos que se permiten, por sobrevivencia, maestros con un horario de clases aplastante. Mientras Richards se adelantó a la Nueva Crítica y a los postestructuralistas, poniendo a sus alumnos, tallerista insigne, a leer poesía sin indicarles quién era el autor, Empson, me lo aclara Wood, empezó de una manera más firme. Discutió, asumiéndola y rechazándola, la regla de Wimsatt, que dice que las intenciones de un autor —dichas antes o después de hecha pública su obra— no tienen la menor importancia para la crítica ni para los lectores.

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Esa regla era muy atractiva pero Empson, tratándose de Shakespeare (fue uno de sus grandes lectores), Marvell o Milton, acabó por dudar de ella, proclamando inclusive preferir las leyendas biográficas que los documentos históricos, pues más Wellek que Wood, ven en Empson más que a un teórico de la literatura, a un teólogo nutriéndose de la literatura secular. Si como Richards, Empson era un goethiano perdido en lo que Lukács despreció como la edad del “asalto a la Razón”, el autor de The Structure of Complex Words, emprendió la tarea de repaganizar a los clásicos ingleses. Empson fue un ateo metodológico en el sentido budista. Como los viejos paganos aterrados ante la crueldad parricida (el Padre que hace crucificar a su hijo) y la soberbia monoteísta de los primeros cristianos, creía (contra Eliot) que aquel Dios testamentario o no era omnipotente al permitir el Mal sobre la tierra o al tolerarlo, lo encarnaba. En una obra póstuma, Empson, dice que en el Fausto, de Marlowe, en un manuscrito no adulterado, el antihéroe escapa felizmente del infierno. Le gustaban los ángeles rebeldes.

Empson, en Milton’s God (1965) pretendió arrancar del cristianismo al genio del Paraíso perdido, en la misma época en que Christopher Hill, reclutaba al vate ciego para provecho del marxismo. Causa que Empson, testigo presencial del nacimiento de la República Popular China en 1949 y compañero de viaje del maoísmo, vio con fabiana y paternal benevolencia. La Revolución Cultural, como la literatura proletaria, le habrá parecido una forma del idilio pastoral. Otro grande de la crítica, Denis Donoghue, dijo que Empson, de izquierdas, tenía sensibilidad de conservador. Su anticristianismo, me parece entender, despreciaba el libre albedrío, la rama dorada de los cristianos. ¿Puede haber algo más conservador que la inmutabilidad budista descubierta por Empson, quien dejó un inédito al respecto, en el Japón?

Contra lo que se cree, confiesa Wood, para un crítico literario es difícil sobrevivir en un mundo dominado por la teoría literaria y por ello Empson decepciona a los teoréticos con sus argucias, sus mentiras piadosas y sus malas intenciones. Contra Mallarmé y los imaginistas —otra de sus bestias negras— Empson admitía, nos lo recuerda Wood, que el vulgo tiene razón cuando encuentra en muchos poemas modernos sólo imágenes ilógicamente hiladas, ajenas al sentido común al que hasta una imagen debe rendir cuentas.

Poeta él mismo, Empson fue también confuciano. Le interesaba lo complejo como el camino en la comprensión de lo simple, por ello vindicó al maldecido bucolismo, tan despreciado por los modernos. Con Erasmo y con Hamlet, Empson creyó que hay método en la locura pues nada de religioso encontraba este enemigo declarado del monoteísmo en la locura vista por Shakespeare. Sin pensamiento no hay poesía, aclaraba un racionalista para quien la lectura, como la mente, es ambigua. No sé si tras leer On Empson, que tiene, elegante, siete capítulos como las esquivas Siete clases de ambigüedad, comprendo mejor a Empson. Pero Michael Wood me advierte de que si no todos los críticos son escritores y acaso la mayoría no lo son, los críticos más grandes, como William Empson lo fue, tratan de no hacerse pasar por escritores. Titubean como Hamlet en las tinieblas.