Necesitado de una poética, César Aira la ha escrito al mismo tiempo que redacta sus cuentos y novelas. Casi cualquier intervención (como se dice ahora) suya en el terreno del ensayo (el género que permanece, según él, más fatalmente atado al procedimiento clásico capaz de armonizar el proceso con su resultado), toma la forma de una explicación no pedida al autor, que como ocurría con algunos poemas de Gerardo Deniz, lejos de banalizar, enriquece el texto, desorientando a un lector acaso muy cómodo en la supuesta oscuridad. Alguien esperando una película que no se proyecta. En su notable introducción de 1999 a Alejandra Pizarnik, transcripción de cuatro conferencias sobre la poeta argentina, Aira asume que, desde el surrealismo, el resultado de la obra literaria se absorbe en el proceso utilizado para consumarla. Por ello, la calidad —en términos tradicionales— pasó a segundo término y por ello, también, no pocas de las muchísimas novelas cortas firmadas por Aira son asumidamente “malas”, pueriles, incompletas, porque son experimentos y todo experimento, dice el autor de El cerebro musical (PRH, 2017), está condenado a fracasar. En Un episodio en la vida del pintor viajero (2000), uno de sus libros más celebrados, el heroico artista Rugendas no teme a las chapucerías (que históricamente, aunque el pintor no podía saberlo, preceden al impresionismo), pues éstas, como las de Aira o la de los surrealistas, sus santos patronos, son calculadas, como lo fue, paradójica, la escritura automática.

A diferencia de Paz, quien en una carta a Caillois acabó por condenar a Breton por haber confundido la poesía con la actividad poética, Aira (Coronel Pringles, 1949) piensa que sin esa confusión no hay vanguardia, aunque el narrador argentino observe cada “proceso” o procedimiento vanguardista, como irrepetible por naturaleza. Esa no-repetición caracteriza a cada novela o cuento de Aira. Estos últimos han sido reunidos en El cerebro musical, pero sólo reseñaré tres, transparentes en cuanto al método de Aira.

El primero se titula en “En el café” y pinta a una niña vivaracha, de “tres o cuatro años”, que corre entre las mesas de una cafetería, ante la complacencia de su madre, recogiendo una verdadera colección de papirolas, es decir, figuras manufacturadas con servilletas por los benevolentes parroquianos. Cada uno de sus obsequiosos y fugaces amigos le va dando a la niña una papirola aún más sofisticada que la anterior aunque el destino de esta producción en serie sea la casi inmediata destrucción de cada una en manos de la infanta, ante la sonrisa de los parroquianos, pues era la “intención” lo que contaba en el regalo “fugaz”.

El cuento muestra en el espejo, con alguna probabilidad, la obra toda de Aira. Papirolas inimitables y originales, que sueñan con autodestruirse muy poco después de ser creadas, artefactos inútiles y engañosamente perecederos para ser fieles a la ley de la conservación de la materia, porque —nada se destruye, todo se transforma— y así la niña se hace de un avioncito, una silueta de tutú, una gallina, un payasito en cuyo rostro quedaba impresa una mancha de lápiz labial a modo de rostro, una taza de café, un elaboradísimo barco, una figura tuerta que resulta ser Potemkin, “príncipe de Taurís, favorito de la emperatriz Catalina”, todo ello comentado, mientras narra, por el autor del cuento.

A esta ilustración del método de Aira, le sigue, entre mis ejemplos, “El todo que surca la nada”. Al narrador, visitante rutinario del gimnasio local, le sorprende la eterna conversación entre dos amas de casa, a las cuales, a veces atentamente, a veces no, siempre escucha, espasmódico y pasmado. Del trato pueril, doméstico, entre ambas damas, muy estridentes y desconsideradas, le llama la atención al chismoso cómo alternan banalidades sin fin con noticias alarmantes soltadas a la mitad de cualquier conversación, al estilo de “mi marido tiene cáncer”…

En este punto, sin dar la razón de por qué, Aira le ordena al narrador —su amor por la enumeración caótica implica un control absoluto sobre sus procedimientos, sin conceder nada al efluvio lírico, pues para este post surrealista el yo es doblemente odioso— cambiar de tema y dejamos atrás a las señoras trascendentes/intrascendentes para entrar en el tenebroso mundo de los taxis bonaerenses, donde está prohibido transportar plantas pero no animales: “Cada tanto, en realidad con relativa frecuencia, aparece en los diarios la noticia de que un taxista honesto ha encontrado olvidado en su vehículo un maletín con cien mil dólares, y se lo ha devuelto a su dueño, al cual ha localizado con mayor o menor esfuerzo”.

Este “clásico de la información” le sirve a Aira, discípulo de Raymond Queneau, para darle juego a su gusto por el cálculo mental y la ociosidad aritmética, preguntándose cuántos taxistas hay en Buenos Aires y cuántos pasajeros viajan desaprensivos con un maletín lleno de dólares y cuántos de ellos cometen la salvajada de olvidarlos.

¿Dónde quedaron las conversadoras cuya historia se nos ofrece interrumpida a la mitad de “El todo que surca la nada”? Aira parece decirnos que cada procedimiento literario es una papirola y cada “historia”, intercambiable, no sólo es autodescriptiva sino autodestructiva, lo cual lo lleva a concluir su cuento con una confesión solipsista: “todo lo que pasa por literatura por el mundo (…) cae como un castillo de naipes, como una ilusión juvenil o un error. La literatura comienza cuando uno se ha vuelto literatura…”

De los tres ejemplos escogidos, el tercero, “Duchamp en México”, es el cuento más didáctico. “De turista en México”, se lamenta el narrador en primera persona, quien como Aira es fanático de Marcel Duchamp. Primero por azar y luego por maniaca devoción, dedica toda su estadía a comprar el mismo ejemplar de “un libro de arte sobre Duchamp”, calculando las pérdidas y ganancias que le ofrecen las pequeñas variaciones en el precio de cada nuevo tomo adquirido. “No me hago ilusiones con la posteridad”, va concluyendo el obseso, “no creo que esta fábula del libro único y múltiple de Duchamp tenga un valor especial. Pero sí creo en el valor supremo de lo primero, del gesto original”.

El cerebro musical comprueba que acaso nadie como César Aira se ha arriesgado con tanta eficacia en el problema de los límites de las viejas y de las nuevas vanguardias para la literatura.

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