17/10/2018 |00:50
Redacción El Universal
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Las razones estilísticas y retóricas, propiamente literarias, que a mí me permiten seguir disfrutando de Michel Foucault (1926–1984), pese a ser consciente de que sin él las victorias de la Escuela del Resentimiento como la bautizó Harold Bloom— hubiesen sido imposibles, son aquellas que esgrime en su contra Jean–Marc Mandosio (París, 1963). En la nueva edición de su panfleto —corregida y aumentada— Longévité d’une imposture: Michel Foucault suivi de Foucaultphiles et foucailâtres (L’ Encyclopédie des Nuisances, 2016), Mandosio insiste en que la jerga foucaltiana se ha expandido, en Francia, al dominio de las instituciones del Estado, las cuales utilizan, en su documentación, a quien fuera el gran enemigo teórico del Poder, aunque —argumenta el panfletario— al subdividir infinitamente esa masa maligna de “micro–poderes”, el maître à penser se disparó al pie, normalizando su discurso ante un adversario —él lo sabía— acostumbrado a degustar la sangre de sus enemigos.

A diferencia del resto de sus camaradas de ruta (la bautizada French Theory en esos campus estadounidenses donde prosperó hasta el delirio), ni la prosa ni las ideas de Foucault parecen delirantes. Tienen, digo yo, pátina clásica, ajenas a la gramatología de Derrida o al esquizo–análisis de Deleuze y Guattari; son conceptualizaciones respetables por su supuesto rigor histórico, según Mandosio. Aunque su cronología (Antigüedad-Edad Media-Renacimiento-Modernidad) es de una simplicidad académica que hoy avergüenza a los historiadores, encandiló a los normalistas hace medio siglo. Foucault —y a eso dedica Mandosio su libelo (en el sentido antiguo de libro cuyas características antagónicas y polémicas exigían que fuese de naturaleza portátil)— contó desde 1969, de una doble legitimidad: la de la calle, militante a favor de los prisioneros “vigilados y castigados”, y la de la más alta institución académica francesa, el Collège de France, que lo eligió entre sus miembros en 1969.

Entre la retaguardia institucional y la vanguardia comprometida, Foucault, como historiador de la locura, de las cárceles, de las ciencias humanas todas, fue —durante un largo período— inatacable y honra al parisino Mandosio su reconocimiento de que fueron un par de “metecos” quienes lo criticaron por primera vez, con argumentos preclaros y rotundos: Jaime Semprun —hijo del escritor y resistente francoespañol Jorge Semprún— y José Guilherme Merquior, el sabio brasileño autor de Foucault o el nihilismo de la cátedra (1985), ambos, como después lo harían en contra de toda la tropa deconstruccionista Sokal y Bricmont —en un experimento repetido recientemente con igual éxito—, exhibieron la pseudo-ciencia en la que se arropaba Foucault y lo hace aún su progenie.

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Si bien Foucault fue un sincero nietzscheano en su convicción por dinamitar todos los valores, lo hizo con trucos que no pueden pasar inadvertidos para un estudioso de lenguas clásicas como lo es Mandosio. Las famosas “épistémès”, aparecidas por primera vez en Las palabras y las cosas (1966), algo tienen de tomadura de pelo: esa linajuda palabra no quiere decir otra cosa, en griego, que ciencia o conocimiento. Esa inflación verbal, ese vedetismo conceptual, contra lo que dicen “foucaultfilos” y “foucaulatras”, no agregó gran cosa al conocimiento preciso del pasado. Impostó un principio de certidumbre que niega a Kant, pues Foucault, a diferencia del filósofo del Monterrey prusiano-oriental, no creía que hubiese naturaleza humana atrás de cada sujeto a conocer, precisa Mandosio.

La pomposa historiografía, aplastante por erudita, que Foucault presentaba como escudo, ha sido desmontada minuciosamente. Escogiendo con cuidado las citas convenientes, escribió, a modo, una historia de la locura y otra de la sexualidad (que Mandosio, extrañamente, no menciona), sustentando hechos relacionados de una manera falsa, mentiras piadosas y mentiras perversas. Mayor miga tiene la vida política de Foucault, esbozada por Mandosio, pues el profesor francés se sabía ajeno, por nietzscheano, al maoísmo-anarquismo, bastante anticuado, del mayo del 68, por lo cual vendió el “estructuralismo” como método a aquellos rebeldes para renegar de él en 1976. A fines de 1968, lo encontramos, oportunista al servicio del gobierno gaullista, en Vincennes, la farsa universitaria montada para entretener y acotar a los sesentayochereros, cuya “hiper-marxistización” acabó Foucault por lamentar.

Luego vino el Foucault propiamente militante del GIP —el grupo dedicado a los presos en las cárceles francesas, inmundas, como toda cárcel— y después, quien en 1979 hizo su numerito —como antes que él la pareja Sartre/Beauvoir en Moscú y La Habana o los telquelianos en China— al participar de la adoración exótica del Ayatola Jomeini, carcelero y castigador como pocos en aquel fin de siglo. Más tarde instó al gobierno francés a apoyar a Solidaridad en Polonia, combatiendo el totalitarismo soviético y finalmente, Foucault se empeñó en la defensa de algunos criminales comunes para minar el micro-poder burgués de la policía local.

En Foucault —concluye Mandosio— lo peor estuvo en lo consecuente que fue en su propósito: desprestigió al intelectual humanista, ese despreciado “pensador-escritor” y lo exilió de las universidades, postulando, en su lugar, un especialista académico dueño del “poder epistemológico” mientras disfrutaba de la inocencia voraz de los jóvenes estudiantes, ahítos de orientación, diría el otro Bloom ­—Allan—, socrática.

Termino disintiendo de Jean-Marc Mandosio. De las consecuencias desastrosas del relativismo, primero en las universidades, luego en la crítica literaria y después en todo el discurso político como vivero del pensamiento antiliberal en boga, no tengo ninguna duda. Sin embargo, mientras hojeo el par de tomos de las Oeuvres, de Foucault en La Pléiade y recuerdo las primeras ediciones de Siglo XXI que mi padre devoraba junto a una piscina en Tepoztlán, admito que Foucault escudriñó manicomios, hospitales, alcobas y prisiones de una manera distinta, y lo logró, aunque su proeza, no habiéndome sido ajena como lector, terminó por contrariarme. Expoliado por los tesistas universitarios, nómina para quienes la universidad es el sistema-mundo, Michel Foucault, aun en su lado embustero en el estilo del mago iluminista Cagliostro, fue un gran pensador escritor, no sé si en contra de su voluntad, ante cuya prosa me descubro.