El aparatoso epígrafe que abre El corazón de un canalla del escritor ecuatoriano Francisco X. Estrella (Quito, 1974) es de Joseph de Maistre y dice así: “No sé cómo será el corazón de un canalla, sólo conozco el de un virtuoso y es abominable” y queda justificado por un relato, propiamente hablando, que es una confesión narrativa sobre temas manidos (“El amor y el sexo, como la muerte y el tiempo, se cuentan entre los escasos temas dignos de interés”), sí, pero fatales, también, como cuando el propio Estrella, o su voz, nos confiesan: “Quienes me conocen no me conocen: nunca fui feliz”.

El corazón de un canalla (Doble Rostro, 2018) habla de la genitalidad y la misoginia, el machismo y el Eterno Femenino, el arrepentimiento y el sadismo, la soledad del coito. Es decir, trata de buena parte de la gama que va del amor al erotismo, narrada mediante una calculada confusión de géneros donde la sentencia moral del Gran Siglo juega con Cioran (“El matrimonio es la organización y administración del odio, es su Estado”) y el llamado “realismo sucio”, con el diario doblemente sentimental del escritor que se inicia y del muchacho aprendiendo a amar en la escuela de las mujeres, en cuyas cátedras, desde luego, los papeles del amo y del esclavo, del instructor y del instruido, se van alternando, de creerle a Estrella (y le creo), cuando escribe que “el hombre sensible, el que puede ver la vida como un todo, se convierte a ojos de la mujer en femenino, se hace mujer”.

La brevedad de El corazón de un canalla no impide, al final, cierto conformismo agustiniano. El narrador, no necesariamente el autor, se oculta, más que mostrarse, en la probabilidad autobiográfica de su relato y acaba por compartir con su lector que el camino, si no a la santidad, sí a cierta forma de fe positiva, arrastra la ordalía del pecado desterrado. Acaso eso fue aquello lo que quiso decir el terrible de Maistre (o por ello la angelología de William Blake roza con su ala el libro) y Estrella hubo de contar en El corazón de un canalla: la vileza asociada a una sexualidad a la vez normal y desenfrenada, sólo se redime en el amor. Sade, desde luego, hubiera rechazado la moraleja, pero muchos de los románticos, aun los más encallecidos, no. Por ello alguien comentó alguna vez que hasta en un Jean Genet palpitaba un corazón ávido de la inmanencia, común a todos los hombres, del amor en su versión más doméstica. Ello es notorio gracias a “experiencias” como la del narrador de Estrella, en las cuales el “final feliz”, la reconciliación asomándose en un niño pelirrojo y su madre, no puede rehuirse fácilmente, de la misma manera en que hemos visto, desprendidos del catolicismo, a no pocos ateos furibundos o agnósticos constantes (¿habrá otra manera de serlo?) pedir, por si las moscas, al sacerdote y sus santos óleos.

El corazón de un canalla concluye con un homenaje a una de las lecturas electivas del autor, la de Salvador Elizondo y con una nota –explicación no pedida y además seguramente sincera– donde el ecuatoriano escribe: “Durante diez años escribí oscuras notas sobre el amor, el sexo, la pareja y la traición. Los papeles llenaban el escritorio y los cajones de la mesa de noche. Hasta que me sorprendió el momento de disponerlos sobre el piso y coserlos, como una trama china, a la manera de una novela que recuerdo con agrado, Farabeuf. Aquí está, el paquete cosido. Todo libro es un fracaso, pensamos mientras lo escribimos, solo la vida concreta, fuera de la imaginación, aspira a la felicidad o a fugaces alegrías en la piel, los hijos, los sentimientos. El arte es un fracaso, un exorcismo de lujo. Recuerdo las páginas sobre el piso de caoba de la que fue mi casa mientras el viento me abanica el rostro, el cabello desordenado, crecido. Apuro la cerveza”.

Entiendo que El corazón de un canalla es el primer libro de Francisco X. Estrella, una creatura concebida con dificultad y sin la cual, expulsando las lecturas de Nietzsche y Thomas Bernhard–que también fue mi maldito de cabecera hasta que me acabé de echar a perder y lo tomé por un gran humorista–, este nuevo escritor no hubiera nacido como nace, deseoso de purgarse, inclusive –eso quiero creer– de esos buenos sentimientos ilegibles en la ficción e improcedentes al reflexionar mediante la literatura. Sus exactas cien páginas, las de El corazón de un canalla, las leí de un tirón con la convicción de que esa literatura ecuatoriana cuyos secretos algunos cultivamos, tiene un autor a quien volveremos a leer.

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